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Mi última cita con mamá

  De pie frente al espejo, mamá se preparaba para salir. Sus manos se agitaban sobre su cabeza acomodando uno por uno los bucles de su cabellera hasta dejarlos en el sitio deseado. Tirada en la cama sobre mi vientre y sosteniendo mi barbilla con ambas manos, la observaba de reojo mientras veía la telenovela infantil de las cuatro de la tarde.

A mis nueve años, me fascinaba observar cómo mamá aplicaba con destreza sobre sus párpados una gama de colores que armonizaba a la perfección con el atuendo elegido.  

—¿A dónde vas, mami? —le pregunté durante el corte comercial.

—Voy a mi reunión con Lucrecia y las otras señoras que colaboran con nosotras en la asociación —me respondió mientras deslizaba una brocha sobre sus mejillas.

Los miércoles por la tarde, mamá asistía a una reunión en las instalaciones municipales de una institución de gobierno. Comprometida con la comunidad, se había unido al comité de damas en apoyo a las familias del pueblo.

—¿Y cuánto tiempo te vas a tardar? — cuestioné de mal humor y sentándome sobre la cama con las piernas cruzadas agregué: — No me quiero quedar sola.

—No te vas a quedar sola. Te quedas con tu papá, y quizás tu hermano regrese temprano de la biblioteca —me respondió ahora con la botella de perfume en las manos.

—Pero yo no quiero que tú te vayas. Siempre te vas y me dejas —le respondí al mismo tiempo que le lanzaba una mirada feroz.

—Tati, sólo saldré por unas horas —dijo mamá mientras me abrazaba y el dulce aroma de su perfume cosquilleaba mi nariz—. Haz tu tarea y cuando regrese podemos ir a comprar un helado.

La idea del helado me encantó, pero ya se me había metido en la cabeza que no quería que mamá saliera; no estaba lista para dejarla ir sin que se sintiera culpable. Así que la empujé como si buscara zafarme de ella y volví a cruzar los brazos en señal de protesta.

Mamá soltó un suspiro seguido de una pequeña risa que delataba su resignación ante mi comportamiento caprichoso. Como ya estaba lista y aún disponía de algunos minutos antes de partir se quedó sentada un momento a mi lado. Molesta, fingí estar aún más interesada en mi programa. Ignorando mi desaire, ella comenzó a acariciar mi cabeza y a trenzar mis cabellos. Una nueva pausa comercial apareció; yo me negaba a despegar los ojos de la televisión aunque el recorrido de sus dedos por la cabeza me había creado un efecto relajante. De repente, la publicidad de una vieja película de amor, de esas que a mamá tanto le gustaban, apareció en la pantalla.

—¿Qué te parece si la vemos juntas? —me dijo después de que se anunciara que la película pasaría a las ocho de la noche el jueves de la siguiente semana. 

—Pues no sé si quiera verla.

—Anda, di que sí. Ana y el rey de Siam es una historia muy bella, que está basada en algo real— y me dio un beso marcando de carmín mi cachete—. Nos vemos al rato. 

La miré de reojo. Aunque seguía con la necedad de hacerle sentir mi molestia porque se marchaba, en mi cabeza ya pensaba en que sabor de helado pediría más tarde, y cual, el jueves de la siguiente semana antes de nuestra cita para ver la película. Escuché sus pasos bajando las escaleras y alejarse de mí. Indecisa entre vainilla y fresa,  me volví a tirar en la cama para seguir viendo mi programa.


***

  Varios años se habían ido desde aquella conversación con mamá. Esa tarde, el recuerdo de esta regresó como una avalancha de emociones. A la salida de la escuela pasé a la biblioteca municipal en búsqueda de material didáctico para un proyecto escolar. Después de terminar mi investigación, con libros en mi bolso y un antojo por comer helado, me dirigí a comprar uno, antes de emprender el camino a casa. Saboreando mi nieve de fresa, pasé delante del único cine que había en el pueblo. La función estaba por comenzar y los últimos espectadores se apresuraban en la entrada. Sin mucho interés miré la cartelera. Frente a mí se erguía la actriz americana Jodie Foster al lado de un actor asiático que no conocía. En la base del afiche se mostraba el despliegue de un extravagante cortejo real en una tierra lejana. El título de la película me transportó a la habitación de mis padres, varios años atrás, envuelta en el suave aroma que despedía la fragancia de mamá, y mis oídos volvieron a escuchar su dulce voz invitándome a ver la película con ella. Una conversación tan banal que en un instante tomaba una nueva dimensión. 

Busqué en mis bolsillos, por suerte me quedaba suficiente dinero. Corrí a la taquilla.

Aquella cita con mamá para ver la primera versión de Ana y el Rey nunca se llevó a cabo. El viernes siguiente, sólo dos días después de nuestra conversación, mientras mi hermano y yo estábamos en la escuela, mamá se quejó de un dolor en el abdomen, el cual conforme pasaron los minutos se agudizó tanto que tuvo que ser hospitalizada de emergencia. La noticia de su padecimiento fue una sorpresa para todos en la familia, aunque su enfermedad no había llegado de la nada. Los síntomas habían estado presentes desde hacía más de un año, pero tanto ella como todos a su alrededor habíamos preferido ignorarlos hasta que la realidad nos abofeteó con toda su fuerza. Su partida fue inminente. Mamá falleció a las nueve de la noche un día después de haber sido hospitalizada sin darme tiempo siquiera de despedirme de ella para siempre. 

—Me da dos entradas por favor —le dije a la señorita mientras secaba con el dorso de la mano las lágrimas que me empañaban la vista. Nuestra cita con mamá seguía pendiente y, finalmente ese día, pude honorarla.

Tania Farias

Soñadora empedernida, escritora de alma y corazón.

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