Este año quedará marcado en la cultura popular como un fracaso creativo. En verano todo el mundo hablaba de Lilo & Stitch, Superman y Ponte en mi lugar. La lista de títulos continúa con Los Cuatro Fantásticos, Bridget Jones, Blancanieves, Jurassic Park… Incluso los eventos que reconozco que más ilusión me hace que lleguen son el estreno de Frankenstein y el resurgir de Crepúsculo por su 25 aniversario. ¿De verdad se nos ha gastado la originalidad?
Vivimos en la era de la nostalgia. Todo lo que fue también es. El pasado y el presente unidos por una campaña publicitaria.
Cuando era pequeña crecí acompañada de sagas que vinieron antes de mí, como Star Wars o Regreso al futuro, pero también viví hitos culturales que siempre nos pertenecerán a los de mi generación: Harry Potter, Piratas del Caribe, Los Juegos del Hambre. Las historias que se cuentan en cada época van ligadas al contexto sociocultural en que se gestan.
Uno de los problemas de la distopía neoliberal a la que hemos llegado es que parece que ya no queda nada nuevo por decir. ¿Qué cuenta de nosotros que lo que se cuente sean solo historias ya contadas?
Ni el presente carece de inventiva, ni las nuevas generaciones son menos soñadoras que las anteriores. Las personas somos creativas por naturaleza, nos gusta jugar con las ideas, ponernos retos, abrirnos al descubrimiento y entregarnos a la sorpresa. Necesitamos lo nuevo tanto como lo viejo. ¿Entonces por qué las carteleras están plagadas de remakes y las librerías de novelas cortadas por un mismo patrón?
La falacia de que el capitalismo incentiva el progreso se ha sostenido por demasiado tiempo, sin embargo, la realidad es que el progreso se termina por abrir paso a pesar del capitalismo. En la mentalidad liberal solo tiene lugar aquello que es rentable.
Las energías renovables son un buen ejemplo: los paneles solares llevan comercializándose desde los años 50, pero su desarrollo ha sido entorpecido durante décadas porque a las petroleras no les convenía tener competencia. Los mensajes que se repetían eran que las renovables eran “demasiado caras”, “poco rentables”, pero la pregunta que subyacía era: ¿para quién? Entre un modelo energético basado en un material limitado al que pocos tienen acceso y una energía infinita que se encuentra al alcance de cualquiera, ¿quién es el claro perdedor? ¿Quién necesita desacreditar a quién para mantenerse en el poder? La narrativa predominante, impulsada por los grandes conglomerados empresariales que tenían sus acciones puestas en carbón, mantenía a inversores alejados de la energía solar, limitando su crecimiento. Quien apostaba por las renovables era un necio idealista. Hasta que en 2018 este argumento ad populum dejó de sostenerse. Tras avanzar durante tantísimos años a contracorriente, sumando pasitos pequeños entre tropiezos puestos por gigantes, la energía solar logró abaratar lo suficiente
sus costes de producción e instalación. ¿Qué supuso esto? Que se volviera más barata y eficiente que los combustibles fósiles.
En el momento en que dentro de nuestro modelo económico empezó a ser rentable invertir en paneles solares, entonces es cuando el capital privado y la confianza generalista se han puesto en ellos, no antes.
La conclusión que nos queda es que llegar hasta este punto siempre fue inevitable, pero podría haberse llegado mucho antes si no hubiera tenido en contra todo un sistema centrado únicamente en engrosar cuentas bancarias.
Con la cultura está pasando lo mismo que pasó durante más de medio siglo con la energía solar. Existen nuevas ideas, algunas incluso pueden cambiar el mundo, pero tienen que luchar todo el rato contra el bloqueo que levantan los departamentos financieros. Solo es rentable aquello que ya ha demostrado que lo es, como los autopublicados que lo petan en Amazon o los influencers con un millón de compradores seguidores. A menudo me pregunto si la mejor película de la historia nunca la veremos porque el guion era demasiado arriesgado. Quizá la novela que podría marcar a una generación quede para siempre en un cajón porque no encaja en ningún calendario editorial.
La narrativa oral, los teatrillos de guiñol, los sermones de las iglesias, los panfletos que te meten en el buzón, las diatribas de Sálvame e incluso las páginas de MySpace son formas de difusión cultural. La cultura es la forma que tenemos de reconocernos como sociedad, es aquello que nos ancla a un presente atravesado por una identidad común. Se vende cultura porque hay demanda y se compra cultura porque hay oferta, pero la cultura en sí es mucho más que un bien material. No podemos pretender vender un libro igual que vendemos una lavadora, pues el libro no solo es producto, también es obra. La obra tiene una carga política, emocional, artística, expresiva. Los “productos culturales” (eufemismo que usan las empresas para justificar el trato deplorable que les dan a las obras) poseen un valor simbólico que el resto de bienes materiales no tienen y esta distinción importa.
Cuando las industrias culturales pierden de vista dicho matiz, pierden consigo su propósito. Si la obra deja de ser tratada como una pieza cultural para venderse simple y llanamente como un producto de consumo, ¿qué diferencia entonces a un libro de una lavadora? ¿Nada? Si tu única motivación es económica, todo vale con tal de generar ganancias —un claro ejemplo de esto es el extendido uso que ha amasado la IA en las empresas culturales en tan poco tiempo, a pesar de la deplorable calidad de sus resultados y de que su existencia dependa de canibalizar al propio sector cultural—. ¿Por qué ibas a arriesgarte por algo bueno que no sabes si venderá, cuando puedes asegurar cierto beneficio al reciclar algo que vendió aunque ya no pueda volver a ser bueno?
Porque no, por mucho que lo regurgiten, lo que ayer fue no puede volver a ser hoy. Al menos no con la misma frescura.
El remake está condenado a ser siempre peor que su original, porque el original fue fruto del contexto cultural de su época; era el reflejo de lo que se quería decir entonces y por eso alguien lo dijo, por eso interesó, por eso vendió. El remake, en cambio, pretende despojar a la obra de su raíz, sacarla del hábitat en que germinó y plantarla en un ecosistema completamente distinto, con sus propios intereses, preocupaciones y códigos que no tienen nada o poco que ver con la obra que se trata de volver a rentabilizar.
Para que un remake aporte necesita decir algo nuevo por sí mismo y esto también conlleva un riesgo creativo que a las empresas pocas veces les compensa tomar. Mejor emplear cifras estratosféricas en crear cuarenta veces la misma película de Spiderman.
Sí, quizá puedas sacar unos billetes fáciles apuntando al sentimiento de pertenencia y nostalgia de aquellos que pagaron la primera vez, pero nunca conseguirás que resuene entre el público de la misma forma. Porque para resonar con el presente hay que entenderlo y para entenderlo hay que vivirlo; algo que jamás podrá hacer un fantasma.
Vivir de la renta de los grandes autores y las grandes historias es cómodo. Dar voz a nuevas voces es arriesgado. Por ello este acto de fe debe ir acompañado de una intención genuina por nutrir el ahora desde el ahora, por hacerle hueco a los vivos entre un catálogo de no-muertos. La cultura le habla al futuro desde el presente y quienes se dedican a difundirla deberían hacerlo sabiendo que dar voz a la sociedad conlleva una enorme responsabilidad, pues las voces que proyectan son las que realmente se escuchan y lo que escuchamos es lo que asimilamos como parte de nuestra identidad colectiva. Para mí, las empresas culturales que hayan olvidado este deber en pos de sus ganancias, nos harían un favor si se limitaran a vender el ruido de una simple lavadora.
Pero al igual que pasó con la energía solar, el avance es inevitable. Si algo merece la pena, siempre habrá personas dispuestas a luchar por ello. Y preservar la cultura, el arte y todo aquello que nos define como humanos es la batalla más personal que se puede librar.
Ante un sistema atrofiado por el interés económico, nuevas formas de difusión creativa han ido surgiendo. Espacios como Substack donde miles de creativos (entre los que me incluyo) publican sus textos, escritores que prefieren autopublicar bajo sus propios términos para asegurar la calidad y el control de sus obras, YouTube como lugar estrella de difusión de piezas audiovisuales (desde ensayos y documentales, hasta cortos y series de animación) creadas por equipos independientes, el resurgir del physical media y el entretenimiento en vivo como respuesta al sentimiento de inseguridad extendido por la IA…
El otro día asistí a unas charlas literarias y un autor de mediana edad con cierto recorrido se puso a despotricar sobre la autopublicación, asegurando que quien decide ir por libre jamás conseguirá ser tomado en serio. En su ira intuí miedo. Miedo a un mundo que no comprende pero que cada día gana más fuerza. Miedo a saberse obsoleto, igual que un coche de gasolina. Miedo a ese ecosistema alternativo que le va ganando terreno al tradicional, donde las normas de siempre no se aplican y las voces de siempre no se endiosan. Antaño todos éramos fans de las cuatro personas que aparecían en las portadas de las revistas; ahora el ídolo que tiene una niña seguramente sea una microinfluencer de la que jamás escuchará hablar su madre. Antes tu autor favorito era Ken Follett, ahora lo es una mujer que solo escribe en su newsletter. Antes tu canción favorita salía en Los 40 Principales, ahora es de un grupo que apenas tiene dos mil oyentes en Spotify.
La cultura generalista que han monopolizado cuatro empresas no es representativa de la pluralidad cultural en que vivimos. Y esto me apena porque es tan representativo de nuestra sociedad un fanzine de poemas a favor de Palestina como la película de Super Mario; pero lo que resistirá al paso del tiempo será lo segundo, no lo primero.
¿Qué historias recordarán del presente en el futuro si no dejamos de canibalizar el pasado? ¿Qué se contará de nosotros si quienes tenían los altavoces no nos permitieron contar nada
sobre nosotros? “Regresaban a las mismas historias una y otra vez porque les salía caro imaginar un mundo distinto al que ya conocían, y justo por ello su voz se perdió entre una cacofonía de frases mil veces dichas”.