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Complicidad

Hace 8 meses dejé mi tierra, mi familia, mi casa, mi vida. Y con todo aquello que tanto amaba se fue también mi espíritu. 

La ultima vez que lo comprobé, las víctimas eran 65.382 en un año  y medio, ahora serán miles más, entre ellos cada persona que he querido en mis 14 años de vida. 
Es un número que se pronuncia rápido, pero yo los he visto uno por uno. He visto sus cuerpos sobre el suelo, sus manos inmóviles, sus bocas abiertas como si quisieran seguir cantando. Entre ellos estaban mis padres, mis primos, mis amigos del colegio, el hombre que vendía dátiles en la esquina y la anciana que conocía todas las historias del barrio. Cada rostro está aquí, en mi memoria, cosido con hilos de sangre y polvo. Las cifras no terminan. Siguen apareciendo en mis noches, siguen multiplicándose en mi piel, como si yo misma fuera un cuaderno donde alguien escribe el horror sin detenerse.

Pero esas cifras me perseguían incluso antes de irme, veía sus caras en la oscuridad, el eco de sus voces sonaba mientras dormía y su sangre derramada se manifestaba en mi cuerpo como sudor en cada noche de pesadillas. Yo no decidí irme. No así. Yo quería morir de la mano de mi familia, protegiendo mi hogar hasta mi último suspiro, luché por resistencia, libertad y finalmente paz. Pero incluso mientras mi corazón latía no fui capaz de devolverle sus voces a todos aquellos que la han perdido a manos de un genocidio 

No quiero que el mundo nos recuerde como cifras ni titulares, pactos o un Nobel de paz. Quiero que nos recuerden como latidos, como colores, como vidas completas e interrumpidas. Quiero que, cuando pronuncien “Palestina”, no escuchen sólo destrucción, sino también una canción de niños jugando entre patios, mercados llenos de Falafel, Sfiha y Döner, los atardeceres que tiñen de cobre las casas blancas, y una fe que une a cada habitante pese a sus diferencias…

Y aunque mi cuerpo esté lejos, mi espíritu se rebela contra la distancia. A través del eco de los gritos ahogados que sigue rondando por las calles de Gaza, ellos hablan; a través de mi legado, ellos caminan. Soy la prueba de que la memoria no muere cuando se cuida, de que incluso en el exilio que es la inevitable muerte sangrienta en guerra, uno puede seguir sembrando raíces momentáneamente invisibles, porque aunque nunca llegues a ver como florece, el cambio seguirá estando ahí, tu semilla podrá ser lo que haga la diferencia.

Yo no decidí irme. No así.
Yo quería quedarme hasta el final, cuidar la casa hasta el último suspiro, morir con ellos, abrazados, mirando cómo el sol se ocultaba tras las cúpulas doradas. 

A veces escucho al viento. Me trae fragmentos de antes: el suave canto del suimanga palestino al amanecer, el crujir de las ramas bajo la lluvia, la risa de mi madre cuando nos contaba historias en la oscuridad. Todo llega roto, como si viniera de muy lejos, pero aún así me aferro a esos pedazos porque son todo lo que tengo.

Por mucho intento de destrucción y de olvido, yo sigo en Gaza. Mi sombra se acuesta sobre los tejados destruidos, mi voz camina por las calles que un día existieron y fueron reconocidas, recordadas. Ellos me llaman en la noche, yo les respondo en silencio. Porque la memoria no muere cuando se la cuida. Porque mientras alguien nos nombre, todavía estamos aquí, esperando a la justicia.


Yo soy la que hace ocho meses dejó Gaza para siempre, físicamente al menos. La que no pudo despedirse porque no tuvo tiempo. La que murió antes de saber que moría. No dejes que se nos olvide,  aprende a mantenerte en el lado correcto de la historia, donde la memoria no se avergüence de pronunciar mi nombre.

Quiero que, cuando tú leas esto, no me imagines como una cifra ni un fantasma borroso.
Quiero que me imagines con trenzas y ojos oscuros, con la cara y las manos manchadas de pintura en el colegio, con la sonrisa que mi madre decía que era luz.
Quiero que me imagines viva, como en un momento fui.
La que hace ocho meses dejó Gaza para siempre.
La que murió antes de saber que moría.

No quiero que únicamente llores por mí. No quiero ser una imagen fugaz en tu pantalla, una lágrima rápida antes de pasar a lo siguiente. Quiero que te preguntes por qué tu simpatía selectiva hace que tu corazón se rompa con algunas muertes y con otras no. Quiero que te preguntes por qué unas voces te sacuden y otras se pierden en el eco, como si su silencio valiera menos, como si el dolor tuviera etnia, religión…

El silencio también es un arma.
Las manos que no apuntan, pero tampoco protegen, también matan.
Los ojos que no miran, los labios que no nombran, los que giran la cara y siguen comiendo tranquilos mientras una ciudad arde… también escriben la historia.

La neutralidad es un muro donde la sangre se seca. El tiempo lo podrá dejar limpio, pero no inocente.

Algún día tus nietos te preguntarán dónde estabas, qué dijiste, qué hiciste cuando las cifras aún tenían nombre, cuando los cuerpos tenían edad, voz, y cuando sus ojos eran como los nuestros. Y no habrá suficientes excusas para borrar tu respuesta.

Llámanos por lo que fuimos: vidas, sueños y canciones interrumpidas.
No permitas que la empatía tenga fronteras.
No dejes que te digan que no se puede hacer nada, que es demasiado tarde, que ya está escrito.

Porque no está escrito.
Porque todavía respiras, al igual que muchos de nosotros. 
Porque algún día, cuando la historia hable, cuando se cuenten las voces y no las cifras, quiero que tú estés del lado donde la memoria no se avergüenza de pronunciar mi nombre. 

El día de hoy, se calcula que Israel ha asesinado a 120 palestinos. Cada minuto cuenta, usa tu voz.

Laia Rodríguez Conde

16 años con muchas ganas de hacer un cambio

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