Llevaba muchos años sin pensar en este “síndrome” aunque, más que eso, sea una cuestión social más, un término socialmente creado y adaptado, como todo lo demás. Casi tanto como el que llevo sin ser “joven” ni leer literatura romántica y adolescente.
Esta escena –bien recordada por aquellos millennials que estuvimos atravesados por las historias de amor de Federico Moccia–, es, a mi juicio, una de las más maduras de Tengo ganas de ti, la segunda parte de la afamada y archiconocida A tres metros sobre el cielo.
*Si no lo has visto y no quieres ningún spoiler, te aconsejo no seguir leyendo*.
Es en esta primera parte donde tiene lugar una de las muerte más impactantes de la historia, tanto por la forma como por el fondo. Pollo, el mejor amigo de H (Hugo en la película; Step en la novela original), se ve envuelto en un accidente de moto durante la celebración de una carrera ilegal (una de las tantas que celebran y a la que, justamente, no asiste su amigo). El fatal incidente acaba con la vida de Pollo, dejando desolados tanto a su novia, Pallina, como a su inseparable amigo, quien no logra superar su muerte.
Es en esta segunda parte, varios años después del suceso, cuando H/Step decide volver a la ciudad y visitar la tumba de Pollo para “hablar” con él. De alguna forma, Pollo “resucita”, para asombro de su amigo, y ambos mantienen una conversación nostágica sobre la vida, la muerte y el paso del tiempo; un tiempo que ya no parece el mismo, a pesar de que sea todo suceda en el mismo lugar y estén las mismas personas. Es aquí donde Pollo menciona el famoso “síndrome del campamento de verano”:
«Te vas de campamento y te lo pasas de puta madre. El mejor verano de tu vida, piensas. Vuelves a casa y te tiras todo el año pensando en el próximo campamento. Y entonces llega. Y todo ha cambiado. Los monitores, las chicas, tus colegas están raros, son extraños ya. Y caes. Los mejores años fueron eso: los mejores. Y nunca se van a repetir».
Estábamos contemplando, sin saberlo en ese momento, una de las mayores lecciones y aprendizajes de la vida. Solo que, igual, en ese momento, éramos demasiado jóvenes e inexpertos para entenderlo.
Disfrutas, te lo pasas bien, rememoras anécdotas y esperas con ansias la próxima vez, el próximo encuentro, confiando en que todo será igual a tu recuerdo, que nada habrá cambiado. Pero, en el transcurso de ese tiempo, todo cambia. Las vidas siguen, los acontecimientos suceden, se pierden los contactos y las conversaciones, los planes quedan en un aire cada vez más espeso, que se acaba difuminando. Queda poco de lo que fue. Puede suceder que el año que viene se repita, pero ya no será igual. O puede que, ni siquiera, se vuelva a repetir.
Quise añadir más nostalgia a la nostalgia –por los recuerdos adolescentes y por este propio verano–, leyendo Regreso a Yvetot (Ediciones KRK, 2020), la conferencia que pronunció Annie Ernaux el 13 de octubre de 2012 en Yvetot (Alta Normandía, Francia), ciudad de origen de sus padres y donde pasó su infancia y adolescencia. Este encuentro supuso el primer regreso oficial de la autora a la localidad que la vio crecer, –lugar muy presente en sus recuerdos, en su memoria y en sus obras–, a pesar de haber sido invitada en varias ocasiones.
Precisamente, la memoria y los recuerdos –y el poder transformador de los mismos en historias–, fueron los protagonistas del discurso de Ernaux: el significado de volver, pasear entre las ruinas de lo que fue, el territorio de la experiencia, los recuerdos del colegio, la importancia de la lectura, la escritura y el arte de contar. Así lo describe en la parte titulada Las ruinas:
«Durante los breves desplazamientos que hago desde hace treinta años a Yvetot, constato cambios, destrucciones. Algunas desapariciones, ya antiguas, me han afligido, como la del Mercado de Cereales, donde se encontraban la célebre sala de los Postes y el viejo cine Leroy. Al volver a casa, nunca me acuerdo de la ciudad que acabo de ver, de la ciudad tal y como es ahora, con sus nuevas tiendas, sus nuevas construcciones. La ciudad real se borra, nunca se imprime en mí, la olvido casi al instante. Lo mismo sucede con la casa en la que viví, radicalmente transformada, que olvido inmediatamente tras verla de refilón cuando paso al volver de mi coche. La memoria es aquí más fuerte que la realidad. Lo que existe para mí es la ciudad de memoria, ese territorio particular en el que he hecho mi aprendizaje del mundo y de la vida. Un territorio que he llenado también con mis deseos, mis sueños y mis humillaciones».
Vivir de esas ruinas, de los recuerdos, de lo que fue y ya no será –o no, al menos, de la misma forma–. El campamento de verano aplicado a otro contexto.
«La memoria de los lugares que uno guarda en sí, se parecen a un palimpsesto, a un manuscrito raspado en el que hay varias capas de escritura y en el que, a veces, las más antiguas son legibles, reaparecen».
Sabias palabras de nuevo las de Ernaux. Cuánto de nosotros hay en lo que hemos visto, experimentado, disfrutado, vivido o sentido, y cuán de importante es, muchas veces, el lugar. Como dice Annie: «El lugar exacto donde se vive y los trayectos habituales son los que imprimen en nosotros la fisionomía personal de una ciudad».
Después de la conferencia, la autora fue entrevistada por Marguerite Cornier, quien realizó su tesis sobre Annie Ernaux y su particular forma de escribir la autobiografía. La primera pregunta de esta entrevista fue potente, pero importante y reveladora:
«Dice que la memoria es más fuerte que la realidad. ¿Podría hablarnos de esa dimensión imaginaria de la memoria y de la manera en que se inscribe en sus relatos?»
Tras analizar algunas de sus obras y el contexto que inspiró a la autora para crear las historias -–todas ellas autobiográficas–, Ernaux dio con la respuesta tras unas preguntas después:
«No siento indigestión de nada cuando pienso en Yvetot, pero es verdad que, a menudo, cuando volvía a visitarla, me sentía de repente privada de pensamiento, como aspirada por algo muy pesado. Esto quizá tenga que ver con lo imaginario, pero estoy convencida de que, cuando la gente ha pasado por algún sitio, o nosotros mismos, ese sitio conserva algo de esa gente, o de nosotros. Cuando vuelvo a Yvetot sola –con alguien es diferente, se sienten menos las cosas–, es efectivamente como si me volviese a sumergir en un lugar donde han quedado capas de mí misma. (…) Están todas las primeras cosas que me ocurrieron en la vida, las más importantes. No es otra cosa que ese “palimpsesto” que me inunda y que, como se dice, me “cae encima”».
Pienso mucho en la memoria y su importancia. También en lo que se borra y en lo que se queda, en lo que se recuerda, en lo que se relaciona con un lugar, una persona o un olor. En lo que se crea, aunque no coincida con la realidad. La forma de construir historias a partir de recuerdos. Lo que fue y ya no será. Lo que fue y ahora es distinto.