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El tiempo: enemigo, aliado o ilusión

El tiempo ha sido siempre una de las cuestiones más inquietantes de la existencia humana. Nos acompaña desde el instante en que nacemos hasta el último aliento, y sin embargo, nunca logramos atraparlo ni comprenderlo del todo. Creemos dominarlo cuando lo medimos en relojes o calendarios, pero en realidad somos nosotros quienes quedamos sujetos a su curso inalterable. La paradoja del tiempo está en que lo sentimos cercano y a la vez lejano, tangible en las horas que marcan nuestras rutinas, pero también inasible, como un río que fluye sin detenerse jamás.

A veces, lo percibimos como enemigo. El paso de los años nos recuerda que nada es eterno, que la infancia se nos escurre como arena entre las manos, que la juventud apenas nos concede un instante de plenitud antes de convertirse en recuerdo. Nos golpea la conciencia del tiempo cuando descubrimos la primera arruga en el rostro, cuando escuchamos a alguien hablar de un “ayer” que ya no volverá, o cuando miramos fotografías que parecen pertenecer a otra vida. Es en esos momentos que sentimos que el tiempo nos roba algo: una etapa, una oportunidad, incluso a personas que ya no están. Basta pensar en la experiencia de quien pierde a un ser querido: el tiempo se convierte en verdugo porque se lleva lo irreemplazable y nos deja con la nostalgia de lo que pudo haber sido.

No obstante, el tiempo también se revela como un aliado silencioso. Aunque nos arranque lo efímero, nos regala la posibilidad de sanar, de transformarnos, de aprender lo que no comprendíamos antes. El dolor que ayer parecía insoportable se vuelve, con los meses y los años, una herida que ya no arde, sino que enseña. La paciencia que cultivamos frente a un sueño tardío se fortalece en la espera, y cuando finalmente llega el momento, entendemos que no habría sido posible sin ese intervalo necesario. ¿Cuántas veces no hemos dicho “menos mal que el tiempo me ayudó a verlo de otra manera”? Un amor roto, por ejemplo, que en su momento parecía el fin del mundo, con el paso del tiempo se convierte en un recuerdo lleno de aprendizajes y en la puerta hacia algo mejor. Así, el tiempo no solo quita: también prepara, limpia, suaviza y enseña.

Pero más allá de enemigo o aliado, existe otra posibilidad inquietante: que el tiempo sea una ilusión. Filósofos y científicos han cuestionado si realmente existe como lo concebimos o si no es más que una forma de ordenar nuestra percepción de la realidad. El pasado ya no está, el futuro aún no llega, y lo único que tenemos de verdad es el instante presente. Sin embargo, nos aferramos a los relojes y a los calendarios como si fueran la medida última de nuestra vida. Basta observar cómo vivimos obsesionados con la prisa, creyendo que se nos “acaba el tiempo”, cuando en realidad nunca hemos tenido otra cosa más que el ahora. ¿No es acaso un espejismo pensar que controlamos algo que no podemos detener? Quizá lo más sensato sería aceptar que lo único real es este momento, esta respiración, esta palabra que ahora lees.

Al final, el tiempo no tiene un único rostro. Para unos será un enemigo que les recuerda su fragilidad, para otros un aliado que les concede madurez y consuelo, y para muchos una ilusión que se deshace en cuanto tratamos de definirla. La clave, tal vez, no está en luchar contra él, sino en reconciliarnos con su misterio. Vivir como si fuese enemigo nos llena de ansiedad; vivir como si fuese aliado nos da paciencia; vivir como si fuese ilusión nos conduce a la intensidad del presente. Y aunque no podamos responder definitivamente qué es, sí podemos decidir cómo lo habitamos. Quizá esa sea la única victoria posible frente a un fenómeno que, mientras lo pensamos, ya nos ha regalado —o robado— otro instante.

Elisa Jhoselinia Susanibar Carlos

Una escritora y apasionada por la poesía.

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