Crecer rodeada de personas que me quieren fue, sin dudas, uno de los mejores regalos que me dio la vida. Soy afortunada porque conocí a mis mejores amigas de chiquita, en el colegio, cuando todavía me costaba dejar de llorar para que mamá se fuera del jardín de infantes o cuando me pusieron brackets y no sabía ni como sonreír. Ellas estuvieron ahí en todo, mi primer beso, mi primer enamoramiento y, por supuesto, también en mi primer corazón roto. Cuando quise jugar a ser grande y maquillarme, fueron ellas quienes me prestaron las sombras y me enseñaron a delinear aunque me temblara el pulso. Ellas no solo fueron testigos de mi historia, se volvieron parte de ella. Y un poco también de mí, porque no sabría explicarme sin nombrarlas.
Con el tiempo, los años pasan y los caminos se dividen en muchos senderos distintos. Pero, de alguna manera, siempre volvemos a encontrarnos en esa avenida principal que compartimos. Esa avenida que huele a recreo, a confesiones a medianoche, a promesas que parecían imposibles y que seguimos sosteniendo. Pues eso es la amistad, la certeza de que hay un lugar al que volver, incluso cuando la vida parece moverte de sitio.
La amistad sincera es una de las maravillas más bonitas que se pueden vivir. Saber que alguien va a aplaudirte con una sonrisa enorme cuando cumplís un sueño es pura magia. Me tocó tener amigas lejos, a quienes extraño más de lo que me gustaría. Pero si me dieran a elegir entre no haberlas conocido o tener que esperar y extrañar, me quedo con la espera. Porque a duras penas aprendí que el anhelo también es amor, y esa cuenta regresiva en el corazón hace que un abrazo valga el doble.
El amor en estas experiencias es el fácil. Una puede sufrir por amores no correspondidos o por corazones rotos, pero nadie habla de una amistad equivocada, porque si es de verdad, no puede salir mal. Las amigas son personas mágicas, aparecen sin aviso, porque la vida las puso justo ahí, en ese día, en ese momento, en esa conversación. Se meten tan profundo en vos, que después cuesta recordar cómo era la vida antes de conocerlas. Las hacés parte, las llamás familia, las ves crecer y te emocionás como si sus victorias fueran tuyas.
Elijan bien a sus compañeras de vida. Y cuando rían tan fuerte que les duela la panza, en medio de ese instante, deténganse un segundo y piensen “qué suerte la mía de que existas en mi vida”