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La mentira del cuerpo perfecto

Tengo una amiga a la que no le gusta mirarse al espejo. Un día me dijo que cuando sale de la ducha se va directamente a la habitación y procura no detenerse frente al espejo. De hecho, lo evita. Reconoce que esto no está bien pero que mirar el reflejo de su cuerpo desnudo le sienta peor que esta huída persecutoria. 

Hay días en los que a todas nos cuesta mirarnos al espejo. Pero el problema no está en nuestro cuerpo, sino en los ojos con los que lo analizamos. Unos ojos que están entrenados por un algoritmo que, como buena máquina desprovista de sentimientos, no sabe lo que es la ternura. 

Imágenes editadas, pieles lisas, pilates de pared, suplementos de colágeno, cremas antiarrugas, polvos que aceleran el metabolismo, porque parece que tenemos todo acelerado menos el metabolismo. Pero, ¿de qué nos extrañamos? si nos hemos criado creyendo que teníamos que hacer el pino cuando nos venía la regla y depilarnos para ir a la piscina, justo antes de salir, porque si no lo hacíamos, era mejor no salir de la habitación. ¡A vuestras cuevas, peludas! 

Y lo peor de todo es que estamos más empoderadas que nunca, somos conscientes de todo esto pero aún así nos sigue afectando. Porque cuando te pasas el día viendo cuerpos modificados que se presentan como “naturales”, empieza a parecerte que el tuyo es el error.

Este texto no va de señalar culpables. Va de mirarte con nuevos ojos. De empezar, poco a poco, a reconciliarte con ese cuerpo que te sostiene, incluso cuando tú no lo sostienes a él.

Filtros, bisturíes y la promesa de una belleza sin poros

Tras un día que te deja KO, procedes a relajarte en el sofá, coges el móvil, deslizas el dedo y ves cuerpos “reales” que te hacen viajar a las revistas de los 90: piel uniforme, pechos firmes y vientres planos. El filtro de “cara lavada” que borra ojeras, difumina arrugas y afina la mandíbula. Las stories de “mañanas perfectas” donde una chica se graba despertando con el pelo impecable y con energía desbordante para hacerse una skincare, correr y preparar tortitas de masa madre para su familia. Y tú, te levantas un día cualquiera, te miras al espejo y te ves con el moño deshecho y el resto de babas en la comisura de los labios. Hoy has dormido bien y eso te reconforta. 

No se trata de la comparativa de cuerpos más o menos reales, se trata del estado de vulnerabilidad en el que lo hacemos. Agotadas, estresadas, superadas. La comparación no es justa. Ni es posible. Pero ojo, aquí viene la trampa. Estos estándares imposibles de belleza y estado onírico de relajación se camuflan como cotidianos y se venden como estilo de vida. Ya no solo tienes que ser delgada, no tener arrugas y sonreír mientras haces el pino a pesar de que tus ovarios te estén dando puñetazos por dentro. También tienes que hacer pan de masa madre. Las exigencias son cada vez mayores y aquí viene mi tip: bloquea a todas esas cuentas. Algo así me pasó cuando estaba transitando el puerperio de mi segundo hijo. Un postparto en verano con otro bebé de 21 meses. El día que me quedé paralizada en el suelo por intentar hacer burpees, cuando mi hijo no tenía ni dos meses, decidí que era la gota que había colmado un vaso lleno de exigencias autoimpuestas que venían de perfiles de maternidad que solo pretenden juzgar a las demás. Las eliminé a todas y empecé a alimentar a mi algoritmo de perros saltando por el bosque y gente asustando a otra gente a modo broma, lo que me ayudó a trabajar mi vientre con buenas dosis de risas. 

Cuando tu mirada sobre ti misma es tu peor enemiga

Hay algo profundamente triste cuando nos miramos por partes. El vientre, los brazos, los muslos, la papada. Como si fuéramos un entregable que se ha construido con piezas recicladas. Nos miramos buscando errores y esa mirada no es casual. La construimos a lo largo de los años, con cada comentario, cada foto que no nos gustó, cada comparación silenciosa. Entonces nos encontramos ante un problema que va más allá de la estética, es existencial. Hemos aprendido a desconectarnos de nuestro cuerpo. A tratarlo como algo que hay que soportar, modificar o esconder.

Cuando el cuerpo se convierte en campo de batalla, perdemos la guerra antes de empezar.

“¡Uy! ¡Qué cara traes! ¿Estás mala?”
No, querido, es que hoy no me he maquillado. 

Esta es una conversación real que está guardada en un hueco de mi memoria y que reproduzco con exactitud cada vez que la recuerdo. Se trata de una conversación con un compañero de trabajo mientras subíamos en el ascensor a la entrada a la oficina. 

No hace falta que te insulten para que duela. Desde niñas, recibimos un aluvión de mensajes que nos empujan a encajar. A gustar. A moldear el cuerpo según lo que otros opinan. La violencia estética ataca discreta, como un susurro que se queda dentro de nosotras durante años. Y lo peor es que muchas veces no viene de enemigos, sino de personas que nos quieren.

Volver al cuerpo como quien vuelve a casa

Tu cuerpo no es una tarjeta de presentación. Es tu casa, el lugar en el que habitas. Y si lo piensas bien, ha sido tu aliado desde siempre. Aun cuando tú lo tratabas como un enemigo. Ha estado contigo en todas. Ha enfermado, se ha cansado, ha sangrado, ha sanado, ha bailado, ha deseado, ha creado vida. 

Tal vez la revolución ante las exigencias estéticas no empieza en la calle. Empieza en el baño. Frente al espejo. Cuando decides que ya basta de mirarte mal.

Luli Borroni

Escritora desde que aprendí a juntar letras. Amante de la lectura y la buena vida.

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