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Aún con cicatrices, sigo de pie: el grito silenciado de muchas

Hoy le digo no a la violencia

Hay realidades que duelen. Algunas por su crudeza, otras por su silencio. Y dentro de esas, hay una que me marcó profundamente: la violencia. No la que vemos en los noticieros con titulares trágicos, sino la que se vive en lo cotidiano, en lo sutil, en el silencio de una relación que parecía amor. Yo fui violentada. Y no lo supe desde el inicio. No hubo un primer golpe que me despertara, no hubo una palabra definitiva que me hiciera abrir los ojos. Fue una suma de pequeñas heridas, gestos que me hicieron callar, miradas que me hicieron sentir miedo, frases que me hicieron creer que merecía menos. Por eso escribo este texto. No para dar lástima, ni para exponerme, sino porque siento el deber de hablar por mí y por todas las que aún callan. Porque cuando una mujer pone en palabras lo que vivió, no solo sana: también genera conciencia.

Durante mucho tiempo dudé de mi propio dolor. Me decía a mí misma que tal vez estaba exagerando, que él tenía razón, que si hablaba rompería algo que aún podía repararse. Me culpé. Me callé. Y mientras tanto, perdía partes de mí: dejé de vestirme como me gustaba, dejé de ver a mis amigas, dejé de opinar para no discutir. La violencia no empezó con un grito. Empezó con un “no salgas así”, con un “no me gusta que hables con él”, con un “¿para qué vas a estudiar eso?”. Comenzó en lo que parecía protección y se transformó en una jaula invisible. Y lo peor es que creí que era amor. Porque eso nos enseñan: que amar es ceder, que soportar es prueba de compromiso, que ser mujer implica aguantar.

Según la Organización Mundial de la Salud, una de cada tres mujeres en el mundo ha sufrido violencia física o sexual. Pero eso no incluye a las que, como yo, vivieron violencia emocional, psicológica o simbólica. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos también ha alertado que en Latinoamérica los casos de feminicidio y agresión están en aumento, mientras que las rutas de atención y justicia aún son débiles, insuficientes o revictimizantes. Y sin embargo, seguimos oyendo frases como “¿por qué no denunció?”, “algo habrá hecho”, “le gusta ese tipo de hombres”. Como sociedad, nos cuesta mirar de frente la raíz del problema: un sistema patriarcal que nos educa para tolerar el maltrato y que protege al agresor más que a la víctima.

Hablar desde las estadísticas es importante, pero también lo es hablar desde la vivencia. Yo no soy un número, ni un caso más. Soy una mujer que se creyó culpable de su propio dolor. Y sé que muchas mujeres viven esa misma confusión, ese mismo miedo, esa misma soledad. Por eso mi punto de vista parte de lo vivido, de lo sentido, de lo callado durante años. No es un discurso aprendido, es una experiencia que marcó mi identidad, que puso a prueba mi autoestima, mi fuerza y mis redes de apoyo. Y me di cuenta de que salir de la violencia no es solo alejarte físicamente: es también reconstruirte emocionalmente, volver a confiar, aprender a poner límites, dejar de pedir perdón por existir.

Para lograrlo, se necesita más que valentía individual. Se necesita un entorno que escuche, que no juzgue, que proteja. Pero también se necesitan políticas públicas sólidas: una educación con enfoque de género que forme desde la infancia en el respeto mutuo; servicios de salud mental accesibles; líneas de atención que funcionen sin burocracias; operadores de justicia formados en derechos humanos. No podemos seguir dejando solas a las mujeres que se atreven a denunciar. No podemos seguir normalizando lo que duele.

Yo sé lo difícil que es hablar. Sé lo que cuesta aceptar que has sido violentada. Sé que muchas veces uno prefiere negarlo porque enfrentarlo es doloroso. Pero también sé que el silencio no protege: aísla. Y que hablar, aunque duela, libera. Hoy puedo decirlo con claridad: fui víctima de violencia, pero no me quedé ahí. Elegí sanar. Elegí contar mi historia. Elegí ser una voz que tal vez le dé fuerza a otra para romper el silencio. Porque ninguna mujer merece vivir con miedo. Porque el amor nunca debe doler. Y porque incluso con cicatrices, es posible volver a caminar con dignidad.

La violencia no tiene excusas ni matices. No hay amor verdadero donde hay miedo. No hay protección en el control. No hay cariño en la humillación. Y por eso, desde mi propia experiencia, defiendo la urgencia de hablar, de educar, de transformar. Que este texto no sea un lamento más, sino una invitación a revisar nuestras creencias, a cuestionar lo que damos por normal, a comprometernos como sociedad. Porque cuando una mujer alza la voz, no solo denuncia el pasado: también construye un futuro distinto para todas. Y yo, desde lo vivido, lo afirmo con certeza: el silencio nunca fue la salida. Hoy, con fuerza y con verdad, decido no callar.

Porque cuando una mujer alza la voz, no solo denuncia el pasado: también construye un futuro distinto para todas. Y yo, desde lo vivido, lo afirmo con certeza: el silencio nunca fue la salida. Hoy, con fuerza y con verdad, decido no callar.

Porque mis cicatrices no me definen, pero mi decisión de hablar me libera.

Elisa Jhoselinia Susanibar Carlos

Una escritora y apasionada por la poesía.

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