Entre sueños abrí los ojos, y allí estaba frente a mí como en mis recuerdos, como en aquellos días que se quedaron en mi memoria, fijos en el tiempo y para mi mortalidad; como en aquellos días de juventud en que mis pies solían recorrer aquellas calles y perderme en rincones conocidos y otros inexplorados; como en aquellos días en que mi corazón vivía constantemente en una montaña rusa de aventuras, subiendo y bajando al ritmo de mis emociones. Alegría, euforia, tristeza, llanto, amargura, frustración, un cúmulo de emociones que viví con intensidad durante aquellos años en esa ciudad.
El vuelo había sido largo, y el tiempo de descanso muy corto, la pesadez había cerrado mis ojos pocos minutos después de haber abordado el taxi que nos llevaría a mi esposo, a mi hijo y a mí al hotel donde nos hospedaríamos ese fin de semana. Pero había bastado un pequeño destello de la ciudad para despertar por completo mi consciencia. Me senté derecha, me sacudí la flojera y comencé a admirar los edificios armoniosos que se sucedían y la vida que corría por sus calles y se pausaba en sus terrazas.
En un principio no lograba ubicarme, hacía tantos años que ya no vivía allí que me costaba encontrar alguna referencia que me indicara en qué parte de la ciudad me encontraba. Busqué con afán las esquinas para tratar de leer las placas donde el nombre de la calle aparecería. La lectura del nombre fue inútil, pues no lo reconocí, mas al ver el distrito pude ubicarme un tanto en el espacio y determinar cuánto tiempo tendría para seguir admirando esas calles que se desplazaban ante mis ojos con su belleza, con su nostalgia, con sus recuerdos.
Mis pensamientos se perdían en las imágenes que mi memoria me lanzaba: me vi de nuevo atravesando una calle, me percibí a lo lejos en medio de una carcajada y, al girar en la esquina, me sorprendí con los ojos en cascada y el corazón en trocitos. Pero también me vi como, por fortuna siempre estuve, acompañada de una mano amiga cómplice y, a la vez, cuando fue necesario, reconfortante y salvadora.
Quince años habían transcurrido desde el día en que, con maleta en mano, mi esposo y yo nos habíamos embarcado en la siguiente aventura, convencidos de que algún día volveríamos a vivir en esa ciudad que tanto nos había dado, y en lo personal, también quitado. Mas el destino tiene sus formas y los años se habían ido y con ellos, nuestros pasos parecían haberse encaminado lejos de ella. Las oportunidades se habían abierto hacia horizontes más lejanos y aunque algunos destellos, en algunas ocasiones, nos hicieron creer que el tiempo de volver había llegado, nunca se había concretizado nada. Sin embargo, la visitábamos con cierta regularidad, mas se había convertido para nosotros en una ciudad de paso, un día o dos y emprendíamos el camino hacia otro punto dentro del país y tan solo regresábamos para tomar nuestro vuelo al final de las vacaciones. Pero esta vez era diferente, por causalidades de la vida me quedaría allí por toda una semana, semana que antes del aterrizaje enfrentaba con cierta apatía, como si todas las otras visitas a la ciudad ya me hubieran cansado y esta ya no tuviera nada nuevo que ofrecerme.
¡Ilusa yo! ¿Cómo tal ciudad podría cansarme? ¿Cómo podría siquiera haber pensado que entre ella y yo todo se había terminado? Solo bastó una mirada y como atrapada por un torbellino, caí de nuevo en su magia, en su hechizo. Una mirada fue suficiente, como lo es un brebaje potente de amor. Y allí estaba yo, rendida a sus pies, detrás de la ventanilla del taxi que me llevaba al hotel, anonada ante su esplendor y pensando algo que hacía mucho tiempo había dejado de desear ¿y si volviéramos a vivir aquí?, ¿y si pudiera una vez más sentir la familiaridad que solo lo cotidiano otorga? ¿y si París volviera a ser mi hogar?