Seguramente, si les pido que viajen hacia un recuerdo, hacia un momento exacto en el que algo se les quedó atascado en la garganta o alguna palabra les tembló en los labios, sin poder llegar a conocer el exterior, su mente los llevará, sin dudar, a un instante preciso. Tal vez fue una conversación interrumpida, un abrazo que no llegó a tiempo, un adiós que sonó incompleto…porque muchas veces la memoria no guarda fechas, sino latidos. Instantes en los que el corazón se aceleró justo antes del silencio. Ese silencio espeso, que no se ve pero pesa, que llena huecos y que nos marca más de lo que imaginamos.
Creo que todos, sin excepción, construimos una especie de refugio invisible. Una casa interna hecha de pensamientos y emociones que no nos animamos a sacar a la luz. Los ladrillos de esa casa se mantienen unidos con un cemento extraño, este es una mezcla de orgullo, miedo, vulnerabilidad y, el más abrazador de todos, amor. Porque callamos por tantas razones… y muchas veces, sin notarlo, al silencio lo volvemos parte de lo cotidiano. Salimos a la calle con el corazón lleno de frases no dichas, de perdones que llegaron tarde, de “te quiero” que se soltaron al viento y nunca encontraron a su dueño. Y seguimos, claro. Caminamos, vivimos, respiramos aire fresco pero al exhalar, eso no se va, todo aun queda adentro.
A veces me imagino como una cajita de fósforos. La mitad está húmeda, inservible. No enciende…Pero la otra mitad… arde, vive. Se prende con solo rozar una emoción. Y no crean que soy muda, es mas… todo lo contrario, hablo un poco mucho de mas, me río a carcajadas, me explico con las manos y me defiendo bastante, muchas veces pongo la defensiva de antemano. Pero hay una parte de mí —una más chiquita, más íntima— que arde en secreto. Que enciende algo en el pecho cuando nadie mira. No quema afuera (o tal vez sí, cuando me enojo, jaja) pero consume mucho por dentro.
Un pequeño secreto, aunque capaz no tan secreto para quienes me conocen, es que muchas veces escribo mis emociones como si fueran un borrador. No las elimino aunque el tiempo pasa, pero tampoco las paso en limpio. Se difuminan, se esconden, se mezclan con los días, hasta a veces las olvido un poco, y aunque otros solo vean la superficie, yo siento todo. Todo, porque soy una persona que siente mucho. La vida me atraviesa de forma intensa, como una escena de película que no te permite parpadear. Voy a la universidad mirando la ruta, el verde, el cielo, y me conmueve tanto la simpleza de ese instante que se me llenan los ojos de lágrimas sin aviso. O me tomo un café y sonrío sola, como si alguien me abrazara desde adentro. Escucho Can I Be Him de James Arthur y algo se me quiebra. No por tristeza necesariamente, sino por sensibilidad acumulada. Por belleza que no sé cómo explicarlo, pero es ahí cuando entiendo que mi vida es una cápsula llena de emociones en borrador.
Y tal vez eso no esté mal. Quizás vivir con emociones sin terminar de escribir sea lo que nos vuelve más humanos. Me gusta pensar que no todo tiene que entenderse. Que sentir ya es suficiente. Porque no todos pueden leerme entre líneas, ni desmenuzarme para encontrar cada palabra no dicha. Y está bien. Me abrazo fuerte, río con ganas, lloro sin pudor, grito si me enojo. Y eso me hace sentir viva. Mi mejor amiga llora cada vez que habla de alguien a quien quiere; otra, cuando habla del amor. ¿No es esa también una forma hermosa de estar en el mundo? Sentir sin medida. Dejar que algo nos atraviese por completo, una y otra vez. Amo que las emociones no se gasten, siempre nos quedará algo por sentir.
Creo que todos somos un 50/50. Mitad palabras que salen, mitad emociones que se quedan. Y en lo que se queda hay algo luminoso, algo esencial, algo que nos completa sin mostrarse. Tal vez somos como frascos de mermelada —de arándanos, por favor— vacíos a simple vista, pero con restos dulces adheridos al vidrio, como si se resistieran a desaparecer. Así me pasa con mis emociones, se quedan, no se borran del todo. Y cada tanto, me sorprenden.
Tengo muchas notas sin pasar en limpio. Silencios que gritan cuando nadie escucha. Silencios de amor, de amistad, de lo que no fue. Silencios que no fueron castigo, sino incapacidad. Un “perdón” que no dije. Un “te extraño” que todavía camina conmigo. Y un “adiós” que se dijo a medias, pero que sigue latiendo. No en la memoria, sino en el corazón.
Por eso escribo. Porque necesito un lugar donde todo eso viva. Escribo aunque me tiemble la mano, aunque la tinta se corra, aunque las frases no salgan perfectas. Aunque cuando releo, me sienta ajena y, a la vez, completamente yo. Escribo para que no se pierda, para recordar, para sanar, para darle forma a eso que nadie ve. Escribo con letras desprolijas, con tristeza reciclada, con sonrisas incompletas. Escribo con todo lo que no supe decir en voz alta. Y quizás, al hacerlo, también me escribo a mí misma. No como un libro terminado, sino como un borrador en proceso. Un texto lleno de tachones, pero profundamente vivo.
Y ahora me lo pregunto, con la voz de una Luciana un poco vulnerable ¿qué hacemos con todo eso que no dijimos?
Tal vez la única respuesta posible sea esta: lo dejamos por escrito. Para que algún día cobre vida. Y así, sin quererlo, inevitablemente, nos seguimos contando. Seguimos viviendo. Aunque sea como un borrador inacabado.