Hay recuerdos que no necesitan cerrarse los ojos para hacerse presentes. Son escenas grabadas en la piel del alma, imágenes que viven en una especie de memoria corporal. Una mirada, una palabra, un gesto mínimo que, al evocarlo, tiene el poder de abrir puertas que creíamos cerradas hace años.
Uno de esos recuerdos habita en mi infancia, cuando mi madre me enseñó a escribir. No hablo solamente del acto de trazar letras sobre un papel. Me refiero al momento exacto en que sus dedos, tomaron los míos con una ternura casi coreografiada para enseñarme a sostener el lápiz. “Este dedito aquí, y este aprieta abajo”, me dijo. Y aunque parecía una lección de motricidad, en realidad, me estaba mostrando cómo comenzar a sostener el mundo. Porque desde entonces, escribir no fue solo formar palabras, sino también encontrar mi lugar en el lenguaje.
Mi madre me enseñó a nombrar las cosas, a reconocerlas por su sonido y sentido: mamá, agua, quiero, no… y una de mis favoritas: “otra vez”.
Esa expresión, “otra vez”, que en la niñez parecía un simple pedido de repetición —una canción, un cuento, un juego—, adquirió con los años una densidad inesperada. Porque crecer, como ella nunca me lo explicó directamente pero sí me lo mostró con gestos silenciosos, es aprender que la vida muchas veces requiere recomenzar. Y que “otra vez” puede ser una afirmación valiente, una forma de resistir, de insistir, de intentar una vez más a pesar del cansancio.
Una escena concreta vuelve a mí con frecuencia: estoy en la mesa, frente a un cuaderno, y mi madre arranca una hoja con cuidado. No por enojo ni castigo, sino con una serena determinación. “Hay que repetir”, decía. En ese momento, lloraba. Una mezcla de pena y rabia, como cuando una no alcanza a entender del todo por qué algo duele.
Después, una vez que volvía a hacer la tarea, ella me mostraba ambas hojas, la vieja y la nueva, y me preguntaba con dulzura: “¿Cuál te gusta más?”. Siempre elegía la segunda. “La segunda, mamá”. No lo sabía entonces, pero esa fue una de las primeras lecciones que me dio sobre resiliencia, sobre la fuerza de volver a empezar, sobre no conformarse con lo que no nos convence del todo.
Durante años bromeé diciéndole que ella era la razón de mi perfeccionismo. Pero con el tiempo comprendí que no me estaba enseñando a hacer las cosas “bien” ni a evitar los errores. Me estaba enseñando algo mucho más importante: que puedo reconocer cuando algo no está bien para mí, que puedo mirar mis intentos con sinceridad, aceptar lo que no funcionó y volver a empezar. Que el esfuerzo no se anula solo porque las cosas no salieron como esperábamos.
Cada hoja arrancada no era un fracaso, era una declaración: tienes derecho a comenzar de nuevo, tantas veces como lo necesites.
Y entonces entendí:
- Que no debo conformarme con lo que no me hace bien, solo por miedo a cambiar.
- Que comenzar de nuevo no es una debilidad, sino una elección consciente y valiente.
- Que el miedo al error puede visitarme, incluso invitarme a tomar café con él, pero no tiene por qué instalarse en mi vida.
- Que a veces no sabemos exactamente qué queremos, pero sabemos con certeza lo que ya no podemos seguir eligiendo.
- Que hay fuerza en reconocer que algo no es para ti, y más aún, en tener el coraje de dejarlo ir.
Aprendí también que hay cosas que solo florecen cuando hacemos espacio. Que arrancar algo de raíz no siempre es un acto de destrucción, sino una forma de sembrar distinto. Que el dolor que viene con el cambio no es castigo, es tránsito.
Mi madre, sin saberlo del todo, me enseñó a resistir la tentación de quedarme abajo cuando parecía más cómodo no levantarme. Me enseñó a tener paciencia conmigo misma, a hablarme con la ternura con la que ella me hablaba, a identificar mis miedos por su nombre y a no tenerles tanto respeto.
Hoy sé que en cada decisión que tomo para volver a empezar, ella está. En mis palabras, en mis pausas, en las dudas que se transforman en certezas cuando tengo el valor de actuar. Ella está en la forma en que dejo ir lo que ya no me representa. En la manera en la que sigo buscando una versión de mí misma que me parezca más honesta, más auténtica.
Mi mamá no me enseñó a escribir bien. Me enseñó a escribir desde el coraje.
A vivir desde la intención, no desde la obligación.
A no tenerle miedo al error, ni a las hojas arrancadas.
A entender que todo comienzo nuevo es, en el fondo, un acto de fe.
Porque en la escuela nos enseñaron frases como “mi mamá me ama” o “mi mamá me mima”, pero a mí, mi mamá me dio algo más: me dio valentía. Me dio lenguaje. Me dio raíces que no me inmovilizan, sino que me alimentan. Me enseñó a volar sin prisa y a regresar si es necesario, sin vergüenza alguna.
Y aunque no le compré flores este año, le escribí esta carta.
Porque cada hoja que ella arrancó, sin saberlo, me trajo hasta aquí.
A este punto donde escribo, sin miedo, sabiendo que si me equivoco…
puedo intentarlo otra vez.