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La naturaleza que salva

Son las 19.30h casi. Acabo de llegar a casa y el calor es asfixiante. Me siento exhausta, sobrepasada. Chocolate me recibe moviendo la cola, ajeno a cualquier otra emoción que no sea la alegría de verme llegar y sus ganas de salir.

Ojalá poder sentarme medio minuto, pero son muchas horas aquí y toca sacarlo. Mientras cojo su correa y me aseguro de tener las llaves miro hacia la terraza. Hay algo que no es habitual y que no soy capaz de detectar de una sola mirada. Igualmente me dejo llevar al ver el mar en calma y decido darme un baño rápido.

Bajo con Choco a la playa con el mismo ánimo y casi sin mirar mucho alrededor. No le quito ojo a las piedras mientras camino, así que no me da dado tiempo ni a levantar la vista. 

Dejo la toalla sobre una piedra y me quito el vestido. He liberado a la pequeña fierecilla que ya corre por allí pelota en boca. 

De pronto reparo en el paisaje: marea, bajísima; el cielo, espectacular; el agua, es cristal; y yo… yo creo que estoy viviendo en una imagen onírica, en un sueño…

Camino dejando que el calor vaya remitiendo y que el poco aire que sopla se vaya llevando esas sensaciones con las que bajé. Y así casi sin darme cuenta, llego a la otra punta de la playa, justo a la opuesta en donde la arena aún no ha llegado y todo lo cubre un manto de piedra negra salpicada de musgo verde. 

Aquí, a este lado ya hay arena y la marea está tan baja que deja charcos a su paso. 

Entro despacio, y es justo ahí en el preciso instante en el que el contacto de mi piel con el agua es inminente, donde comienza la magia:  

Me envuelve un cielo que empieza a vestirse de tonos rosas y malvas. Un cielo que contrasta de manera brutal con el color del mar, de un gris azulado infinito que no permite apreciar si ahí es dónde acaba él y donde empieza el cielo, o si no es más que un reflejo. Los colores de uno se mezclan con el otro, y yo casi sin darme cuenta me he sumergido ya hasta los hombros.

El agua crea ondas apenas perceptibles que parecen bailar a mi alrededor y veo el fondo completamente cristalino. Es extraño, porque en la planta de los pies puedo sentir la arena tibia, y me coge por sorpresa esa sensación. Me doy cuenta. Ahí está: estoy ante una primera vez. Una que no había experimentado antes y que sólo necesita de mis sentidos y mis sensaciones para surgir.  

Me sumerjo y abro los ojos. El azul es más oscuro y a la vez turquesa. Salgo a la superficie, y al mirar de frente, mis ojos dan de golpe con el sol. 

El sol… como si fuese lo más normal verlo cada día. Como si no fuese ya un regalo en sí mismo disfrutarlo. Y debe ser que en mí algo está cambiando y soy capaz de apreciar su majestuosa presencia, porque siento que estoy ante un sol perfectamente creado: redondo, naranja y grande. Un sol que a esa hora ya se está ocultando.

Y es tan indescriptible todo… hay tanta belleza en cada sonido, en cada color, en cada sensación, que casi sin darme cuenta, de mí también brota agua salada. Me siento en calma, y agradecida de estar ante uno de esos momentos en los que sabes que la magia no son trucos. La magia está en momentos como este en el que parece que todo se alinea para hacerte sentir parte de algo.

Toca salir del agua. La humedad se ha quedado suspendida, envolviéndome. 

Camino de vuelta sintiendo ahora el aire que me eriza la piel un poquito. 

Le meto prisa a Choco que sigue a lo suyo con la pelota, y volvemos casi corriendo hasta donde está la toalla, que aún conserva un poco del calorcito de la piedra y de los últimos rayos de sol. 

Miro alrededor con una sonrisa y doy las gracias por dentro sabiendo que acabo de vivir un momento intenso. Un momento que me recuerda que soy poseedora de uno de los secretos más sabios y bellos de todos los tiempos: La naturaleza nos salva. 

Mariam Lezcano Monzón

Capacidad de mirar hacia dentro, y bucear en busca de tesoros que se esconden en forma de ideas, de creencias, de valores, etc.

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