Mi madre se la jugaba.
No siempre le salía bien, pero no se quedaba a verlas venir en el banquillo.
Ella siempre salía de titular, con el brazalete de capitana de su vida.
Y decidió hasta cuando dolía, hasta cuando supo que no iba a gustar y que le pitarían desde el campo, desde la grada y casi se pitaría a sí misma.
Se atrevió a escucharse aún cuando lo que escuchaba la hacía trizas.
Y contempló historias propias, ajenas o se las sacó de la chistera y les construyó un hogar de celulosa y tinta.
Y se aficionó a soñar a lo grande, se permitió no ser ni defensa, ni lateral, ni delantera porque en los moldes nunca marcó ni un tanto, pero fuera de ellos se llevó varios trofeos.
Vació su mochila de Ysis y la cambió por heridas de guerra, lecciones y algunos aciertos.
Y por el camino me enseñó que hay tantos partidos como jugadores, que puedo marcar goles en la portería que me dé la gana, o ponerme a bailar en mitad del campo, y que todo el mundo mire sin entender nada.
Ella se levantará y bailará conmigo desde la grada.
Me encanta soñar con que algún día leerás esto y pensarás: esta es mi mamá.
Ojalá, hija.
Prometo ponerle muchas ganas a nuestra vida.
A la nuestra, sí, pero también a la mía.