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El último adiós

Hay un momento en la vida en el que la despedida se vuelve inevitable. A veces irrumpe como un rayo en medio de la calma; otras, la vemos llegar a lo lejos, avanzando lenta pero implacable. Nos resistimos, intentamos sujetarnos a lo que fue, a lo que pudo ser, a lo que imaginamos eterno. Pero la vida, en su danza impredecible, nos enseña que soltar también es amar.

No nos preparan para decir adiós. Aprendemos a hacerlo con el peso de las ausencias, con la melancolía de lo que queda atrás. Hay despedidas que son un desgarro, un eco de palabras no pronunciadas. Otras son suaves, como hojas que caen en el viento, como un susurro que libera. Nos despedimos de personas, de lugares, de versiones de nosotros mismos que ya no existen. Dejamos ir amores que nos marcaron, amistades que fueron refugio, sueños que se esfumaron antes de volverse reales.

Nos despedimos del ayer, con la esperanza de que el mañana nos brinde nuevas razones para sonreír.

Soltar no es olvidar. No es borrar los recuerdos ni negar la huella que alguien dejó en nuestra historia. Es aceptar que su papel en nuestro camino ha concluido, que su luz fue necesaria pero efímera, que su presencia nos transformó, pero su ausencia también nos enseñará. Aferrarnos a lo que ya no está solo prolonga el dolor, nos impide ver lo que aún nos espera. A veces creemos que sostenerlo es sinónimo de amor, pero el amor verdadero no encadena, no suplica, no detiene lo que debe partir.

Decir adiós es un acto de valentía. Es tener la fortaleza de mirar a alguien a los ojos y, en lugar de pedirle que se quede, desearle que sea feliz, aunque eso signifique su distancia.

Es honrar lo compartido, atesorar lo vivido y permitir que cada quien continúe su viaje sin cadenas, sin culpa, sin promesas que ya no pueden cumplirse. Aceptar una despedida es también un acto de gratitud. Es mirar atrás y dar gracias por cada risa, por cada enseñanza, por cada instante en que fuimos felices sin saber que el final llegaría. Es aprender a amar incluso en la ausencia, a encontrar paz en lo que fue, sin desesperarnos por lo que nunca será.

Las despedidas no siempre son tristes. A veces, son el cierre perfecto de un capítulo que nos permitió crecer. Son la certeza de que lo vivido valió la pena, de que el amor no se mide por su permanencia sino por su intensidad. Soltar nos permite avanzar, abrir el alma a nuevos encuentros, a nuevas historias, a nuevas formas de amar. Porque mientras sigamos sosteniendo lo que ya se ha ido, mantendremos cerradas las puertas a lo que está por venir.

Te dejo mi sombra en la acera mojada,
las huellas borrosas de un tiempo que fue.
Te dejo mi risa en la brisa callada,
y el eco lejano de un ‘vuelve otra vez’.

Te dejo mis cartas, mis versos gastados,
las noches sin luna que nunca conté.
Te dejo el suspiro de un sueño truncado,
las notas de un beso que nunca olvidé
.

Y cuando el recuerdo susurre en tu oído,
sabrás que en la brisa te vuelvo a encontrar.
Porque el último adiós no es olvido,
es solo un camino que hay que aceptar
.

A veces creemos que el adiós es un final, una pérdida irreversible. Pero en realidad, es un acto de amor hacia nosotros mismos y hacia quienes dejamos ir. Significa reconocer que el amor no se aferra, sino que se honra en su esencia más pura. Es una invitación a recordar sin dolor, a agradecer sin rencor, a permitir que el viento lleve lo que ya no nos pertenece, para que la vida nos sorprenda con nuevas oportunidades de amar y ser amados.

Si hoy enfrentas una despedida, permítete sentir, llorar si es necesario. Pero recuerda que el vacío también se llena de nuevas historias. Quizá, en algún momento, descubras que el último adiós no fue el fin, sino el principio de algo nuevo.

Las despedidas no son el fin, sino la prueba de que el amor, de alguna manera, sigue existiendo.

Elisa Jhoselinia Susanibar Carlos

Una escritora y apasionada por la poesía.

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