Mucho se ha dicho, y aun se lee por todas partes, acerca de la mejor manera de invertir el tiempo en esta vida.
¿Como sacarle provecho al tiempo, esa sombra impiadosa, sigilosa y definitiva que nos acecha y se acorta cada vez que la miramos?
¿Como hacer plata, saltar escalones corporativos, ser popular, adelgazar o ganar
músculo de la forma más rápida posible? Hay técnicas para leer más rápido, para
aprender idiomas, volverse millonario o bajar diez kilos. Hay de todo, para todos. Y todo a la velocidad de la luz.
Para la mayoría de los humanos, la velocidad parece estar ligada directamente con la felicidad, ese instante temporal en donde alcanzamos nuestras metas. Como si nos fuese imposible disfrutar de la vida hasta alcanzarlas.
Pero la vida, tarde o temprano, nos enseña que la velocidad no siempre nos asegura un final feliz. En algún minuto crítico aprendemos que todos los atributos que creíamos importantes para poder definir la felicidad están desencajados de la realidad, equivocados, y son solo una falacia mental, seguramente producto de las redes sociales, la vorágine capitalista, y las ideas preconcebidas de una sociedad liderada por valores en decadencia.
La vida nos pega un golpe cuando menos lo esperamos, y llega en cualquier día en el que transitamos sonrientes por este planeta corriendo atrás de las metas personales.
Apenas tres meses atrás, cuando me hacía una ecografía ginecológica, la técnica que la realizaba vio un bultito sospechoso en mi vejiga. De pura casualidad. Y caí en ese túnel negro y sin fondo una vez más.
¿Qué harías si supieras que tu vida se termina pronto? ¿Qué cosas tratarías de
completar antes que te llegue la hora? ¿Qué les dirías a tus seres queridos? ¿Se los
dirías siquiera?
Y allí estaba sentada yo. En una silla de plástico clavada al suelo, en ese pasillo largo de hospital, rodeada por otrxs tantxs vestidos con esas túnicas azules atadas en la espalda, cofias en la cabeza sujetando el poco pelo que les quedaba, y la vena de la mano canalizada con la vía.
Yo ya había pasado por la negación, y estaba en plena furia. Enojada con el destino,
con el diosito y conmigo misma por haber comido (o haber dejado de comer) alguna cosa que me jodió la vida en algún momento. Mientras esperaba que el médico me atendiese para darme los resultados de la biopsia, supe que lo próximo que sentiría iba a ser tristeza, casi depresión, ya que los resultados del estudio patológico me habían sido entregados una semana antes por correo electrónico.
Llegó mi turno de pasar a la salita blanca, de muebles blancos, paredes blancas, y con personal vestido de blanco. Hasta la pantalla de la computadora con los resultados de mi análisis y las notas detalladas, estaba en blanco.
El galeno me explicó lo que ya sabía, me aseguró que, dentro de los todos los males, la había sacado barata, ya que había sido chiquito y lo habían podido remover por completo en la cirugía dos semanas atrás. Acto seguido, me dio una lista de actividades para el resto del año, y para el resto de mi vida, mientras en paralelo trataba de confortarme de alguna forma al garantizarme los avances de la medicina del siglo veintiuno.
Pero no pudo ser suficiente para cambiar mi estado emocional. Al menos no a la
velocidad que hubiese querido.
Ya le había visto la cara al cáncer, y éste me obligó a pasar las últimas décadas
esperando hundida en una ansiedad devastadora los resultados de mis análisis
anuales.
Ante un diagnóstico de una enfermedad grave el tiempo se detiene. Te llenas de
preguntas que no tienen una respuesta que te abrace y consuele, y tu cabeza llega a una conclusión indiscutible: definitivamente te estas muriendo.
‘Todos estamos muriendo’, fue lo que la médica especialista en enfermos terminales y cuidados paliativos le dijo a mi madre hace un poco más de ocho años, cuando su cáncer estaba ya en un estado avanzado y su final estaba cerca.
Todos nos estamos muriendo. Nos empezamos a morir el mismo día en que nacemos.
La única diferencia es que, para una persona que vive con una enfermedad como el
cáncer, el final de la vida se vuelve palpable, tangible, aunque incierto en cuanto a su fecha de expiración.
El tiempo que hasta ese momento estaba colmado de planes para el futuro, para las próximas vacaciones, de las actividades sociales en el fin de semana, y hasta de ideas en cuanto a la jubilación al yugo corporativo, de repente se llenó de miedos,
incertidumbres, y comenzó un duelo en vida.
Fue ahí cuando tuve la epifanía y racionalicé que hasta ese mismísimo minuto no había sabido como invertir el preciado tiempo limitado del que contaba.
La vez pasada estaba en mis veintes, era soltera y hasta me creía inmortal.
Ahora tengo una hija, un esposo y un perrito, y un montón de amigos y familiares que me motivan a querer vivir mil años, y me hacen mejor persona cada vez que los
abrazo.
Una enfermedad no me define. Ni esta ni ninguna.
No soy cáncer. El cáncer no soy yo.
El cáncer no me estigmatiza, ni domina mis emociones. Soy una mujer que vive con
una enfermedad. No soy la enfermedad. Soy una mujer con sueños y metas, muy a
pesar de las piedras que encuentre en el camino. Y si me conocieran, sabrían que
peleo con pasión, y sin descanso ni tregua.
Así fue como aprendí las lecciones necesarias para la vida feliz en tiempo récord.
He aquí las más importantes:
Primero. Hacerme los análisis de rutina tantas veces como sea necesario, por lo menos una vez al año ir al médico de cabecera a pedirle un examen de sangre y orina completos. No puedes vencer lo que no conoces. Cuanto más temprano se detecte cualquier dolencia, más seguro es salir de ella.
Segundo. Priorizar mi salud y los tratamientos médicos ante cualquier otra actividad. A veces me pongo perezosa y me da pena perderme esas reuniones especiales para ir al hospital o la clínica. Sin salud no se puede disfrutar de nada más.
Tercero. Sonreír todos los días. La sonrisa produce al menos cuatros hormonas que trabajan para bajar el estrés, aumentar la productividad y mejora la salud en general. La sonrisa es una herramienta poco usada. Quizás debas forzarte un poquito al principio y hasta te resulte falsa, pero la practica genera el hábito, y el hábito genera conductas que te definen por naturaleza. La sonrisa es contagiosa. Una sonrisa salva vidas. Sonríe cada día a un/x extrañx, y mira su reacción.
Cuarto. Amarme más. Priorizarme más. Escuchar lo mi cuerpo que te esta pidiendo. No comer si no tengo hambre, beber tanta agua como pueda. Dormir cuando estoy cansada. Solo cuando estás profundamente enamoradx de ti mismx, podrás amar a los demás.
Quinto. Llamar a los familiares y amigos. Terminar con los rencores del pasado.
Madurar, ser mejor. Hacer la diferencia.
Y por último. La vida y el tiempo son los mejores maestros. La vida nos enseña a
aprovechar el tiempo, y el tiempo nos enseña a valorar la vida (autor anónimo).
“Lo esencial es invisible a los ojos”
Antoine de Saint-Exupéry