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Carta para mamá

Querida mamá,

Hoy escribo esta carta desde un lugar profundo, uno que quizás ha estado silenciado por años. Es una carta llena de emociones encontradas, de heridas que aún no han cicatrizado del todo, pero también de esperanza, de luz y de un deseo ardiente de sanar.

A lo largo del tiempo, nuestra relación ha sido un camino lleno de baches. Muchas veces me he preguntado por qué me siento así, por qué duele tanto la distancia que hay entre nosotras, incluso cuando estamos cerca. He cargado con este dolor en silencio, intentando entender cómo ser fuerte, cómo ser la mujer que quiero ser, sin dejar de sentirme rota por dentro.

Sé que no eres la única responsable. También entiendo que tú hiciste lo que pudiste con lo que sabías, con lo que te enseñaron, con las herramientas que tenías a tu alcance. Reconozco que la educación emocional no fue parte de tu vida, como tampoco lo fue para tantas mujeres de tu generación. Pero, aun así, el vacío duele, y la herida sigue ahí.

Esta carta no es para culparte, mamá. Tampoco es para buscar culpables. Es para liberarme, para aceptar que lo que vivimos juntas —y lo que aún cargamos— es parte de un proceso que ahora, poco a poco, estoy dispuesta a transformar. Sé que no soy la única. Hay tantas mujeres como yo, como nosotras, que viven con el mismo dolor, con la misma búsqueda de entender, de sanar, de sentir paz en sus corazones.

A ti, mujer que lees esto, te hablo desde mi herida, pero también desde mi poder. Quiero que sepas que no estás sola, que ese sentimiento de culpa, esa sensación de no ser suficiente no es una carga solo tuya.

No somos las únicas que luchan con el vínculo más complejo y profundo que puede existir: el de madre e hija.

Es un proceso difícil, sanar lo que no se ve, lo que llevamos en el corazón. A veces, hay días en los que nos sentimos agotadas, y otras veces creemos que hemos logrado avanzar, solo para volver a caer. Pero en cada paso, por pequeño que sea, estamos transformando nuestro futuro, dándonos a nosotras mismas el permiso de ser las madres que queremos ser. 

Es normal sentirse culpable, es normal caer y llorar, pero también es normal levantarse. Y en ese levantarse, empieza el perdón. No solo el perdón hacia nuestras madres, sino hacia nosotras mismas. Porque al final, todas estamos aprendiendo, a nuestro propio ritmo, con nuestras propias heridas.

Perdonar no significa olvidar ni justificar lo que dolió. Perdonar significa liberarnos, significa dejar de cargar con lo que no nos pertenece. Significa sanar para poder ser felices, para ser madres desde un lugar más consciente, más lleno de amor. No perfectas, pero presentes. 

Te invito a tomar este pequeño paso: mírate al espejo, cierra los ojos, respira profundamente y repite: “Me perdono, estoy sanando, y merezco ser feliz.” Permítete sentir esa verdad, aunque al principio te parezca extraña.

A veces, el mayor acto de valentía es decidir que merecemos paz.

Querida mamá, hoy te libero y me libero. No puedo cambiar lo que fue, pero puedo decidir lo que será. Estoy aquí, caminando hacia la sanación, con la esperanza de que algún día, tanto tú como yo, encontraremos nuestra propia paz.

A ti, que me lees, te dejo este consejo sencillo: Permítete sentir, llorar, caerte, pero también permítete sanar, avanzar y perdonarte. No hay un manual para esto, pero juntas, desde nuestra vulnerabilidad, podemos encontrar el camino hacia una vida más plena, una vida en la que la felicidad no sea un ideal, sino una realidad que construimos día a día.

Una hija que está aprendiendo a sanar.

Zayra Abascal

Mamá PAS, terapeuta consciente y reflexóloga vital con un alma lleno de magia

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