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Ser la excepción que confirma la regla

Soy hija de una madre soltera. De una mujer que migró de Latinoamérica. Yo nací aquí, en  España, pero mi familia es argentina. No soy ni de aquí ni de allí. La historia de España no me pertenece  del todo y tengo huecos vacíos cuando pienso en la de la tierra de mis padres. 

Nací, crecí y me eduqué sintiendo que pertenecía a una trama familiar distinta, singular. Éramos  yo y mi madre. A veces, mi padre. 

Cuando era niña, las rarezas de mi día a día eran una cotidianeidad personal: mi madre era  artista. Mi papá, también. Y era lo normal. Mi mamá cantaba. Había discos con su cara en la portada e  incluso a veces yo la acompañaba a los conciertos. A esa experiencia que parecía bastante especial la  nombrábamos trabajo. Me acuerdo de portar uno de esos discos en el bolsillo frontal de mi babi para  llevárselo a mi profesora. “De parte de mi mamá”, le dije. Incluso la gratitud tenía una forma particular de  demostrarse en mi casa. Llamaba primo o prima a personas que no eran parientes consanguíneos, la novia  de mi papá era lo que comencé a llamar mi madre postiza y el mejor amigo de mi madre, mi tío, y yo ahora  me pregunto: ¿A quiénes atribuimos la oportunidad de ser familia? ¿A quién se le hace un sitio en la mesa?  ¿Qué significa verdaderamente una familia? Para mí, las palabras que constituyen la familia siempre han  albergado significados algo distintos a lo común. 

No recuerdo en qué momento comencé a reparar en que mi mamá y yo hacíamos las cosas  diferentes a los demás. Me di cuenta que el resto de mamás no se subían a escenarios a cantar, que los  papás vivían y dormían juntos, que había abuelas que cuidaban nietos bastante a menudo y que no vivían  tan lejos como la mía. Miraba a las familias de mis amigas, teniendo la profunda sensación de que yo no  venía del mismo lugar, de no ser partícipe de esa realidad que parecía tan normal y que el resto del mundo  compartía. Mi familia era una rareza que, igual que un satélite de cualquier cuerpo celeste, orbitaba  alrededor de un universo normativo aparentemente estructurado del que no formábamos parte si no era al  margen. Tampoco sé si el hecho de vivir a contracorriente, de cierta manera, fue una elección consciente de  mi madre o por el contrario, una decisión forzosa, pero con los años entendí una cosa: hacíamos lo que  podíamos, de la mejor manera que podíamos. Jugábamos a ser la excepción que confirma la regla. Éramos  ese tipo de familias, que, contra todo pronóstico, salíamos adelante cuando las cosas pintaban feas. Una  familia donde la meritocracia no era un concepto, si no una experiencia. Una familia que teniendo la mitad  de posibilidades, tiempo y dinero de lo que tenían algunas otras, alcanzábamos llegar al mismo sitio, y a  veces incluso un poquitín más allá. Una familia de artistas, desarraigo, inestabilidad, caos y creatividad,  mucha creatividad. Una familia no-familia, sin parientes cercanos, sin una casa propia, sin automóvil, sin  figura paterna, sin un futuro con una forma concreta. La familiaridad nacía en esa forma tan particular de  buscarnos la vida. No era una forma cómoda, pero era mía. 

Aprendí que las cosas debían merecerse, aprendí el valor de la perseverancia y del sacrificio. No  entendía por qué había personas que ante una adversidad, respondían con la queja, como si no estuvieran  dispuestos a soportarla. No entendía por qué el soportar para ellos era una opción. Yo experimenté lo que,  Amelie Nothomb en su Biografía del hambre definió como la “vergüenza típica de la primera infancia”: en  lugar de sentirse orgulloso del mayor nivel de exigencia, vivirlo como una singularidad culpable, ya que el  ideal consiste en parecerse en la mayor medida posible a los individuos de tu edad.

Recuerdo sortear los baches de las crisis, de estirar el tiempo como si fuera chicle, de no llegar a  fin de mes y tampoco llegar a tiempo, de no tener mucho, pero tener suficiente: de tenernos a nosotras.  Éramos mi madre y yo contra cualquier adversidad. Contra una infidelidad, un divorcio, una nostalgia, una  vida. Al final de mi niñez, empecé a ser consciente de que ella cargaba con algo muy pesado, lleno de fatiga  y soledad, algo contra lo que yo era impotente y no podía luchar a su lado. 

A decir verdad, fue mi madre quien se convirtió en la verdadera excepción que confirma la regla  mucho antes que yo. Mi abuela, que también fue madre soltera, la crió en un barrio pobre de Buenos Aires  en los años 70. Mi mamá no viene de una familia humilde: viene de una familia, de un barrio y de un país  empobrecido. Es algo distinto. No estoy tan segura de que la humildad tenga algo que ver con la pobreza.  Conozco a personas humildes y ricas y a gente pobre muy arrogante y sin embargo, las familia humilde, los  barrios humildes son solo situaciones de precariedad y marginalidad, como si la humildad tuviera el poder  de suavizar la realidad tan dura de la carencia. Humilde: Virtud que consiste en el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo con este conocimiento. 

Nunca creí que mi madre haya vivido nunca de forma humilde. Se crió como cualquier otra niña  de clase baja y sin embargo, se convirtió en artista porque se revelaba ante la decadencia de su realidad.  Nunca aceptó que la pobreza fuera su destino, ni su condición sin equanum. Decidió pensar que debía de  haber algo más, que no había límites para vivir. Mi madre siempre ha logrado vivir por encima de sus  posibilidades, desafiando la humildad, la debilidad, siendo osada, obrando de forma incoherente, y es por  eso por lo que se permite ser la excepción que confirma la regla. Contra todo pronóstico, ha logrado  construir algo excepcional: luchar por lograr un sueño cuando todo a su alrededor le negaba el ejercicio de  la esperanza. 

No me gustaría escribir un relato previsible acerca de alguien que nace entre la pobreza, que  aparentemente es humilde, logra salir gracias a su esfuerzo y narran a los demás su triunfo a forma de  motivación. Claro que mi madre lo hizo, pero no tiene por qué haber una historia única ni romántica  cuando se relata la superación. Quiero contar la historia de los que se quedan en el camino, de los que les  toca sacrificar sueños para que sus hijos tengan un futuro mejor, de los que abren el camino pero no  alcanzan a recorrerlo, de los que resignifican el concepto de éxito y de cómo los hijos buscamos  desesperadamente la manera adecuada de honrar ese sacrificio. 

Pertenecer a una familia que no se parece a las demás en sus maneras de afrontar la vida es una  cárcel de libertad: la dificultad está en darle una forma concreta a tu futuro, en limitar tu ambición. No  dejo de preguntarme cuánto de grande puedo soñar si uno de los pocos poderes que mi familia ha tenido a  los que aferrarse ha consistido en sido eso: creer en que a veces los sueños pueden cumplirse. ¿Cómo  darme cuenta de qué deseo si mi vida ha sido solo un gran deseo? 

Es justo cuando me planteo cómo quiero vivir mi vida cuando de repente puedo observar por  primera vez la extrañeza y la dificultad de no pertenecer a lo común, sin ningún entramado familiar que  guíe mis pasos de aquí en adelante. 

Durante mucho tiempo, busqué respuestas a través de la escritura. “Tienes el don de la palabra”  me dijo una vez mi madre. Desde entonces escribo para honrar un legado, para crear lenguaje como quien  crea una familia . Al contrario de lo que había creído durante mucho tiempo, la escritura no es tan  esclarecedora como siempre había pensado. Delphine Devigan escribió en Nada se opone a la noche que la  escritura es impotente. Solo permite plantear preguntas e interrogar a la memoria. En su libro, escribe para  contar la historia de su madre, la historia al completo desde su infancia hasta su muerte, haciendo un 

recorrido por documentos de su familia y transformándolos de alguna manera en su propia narrativa  personal, en una visión interior. La escritura interroga a la memoria. Escribimos para recordar, pero sobre  todo para comprender. Y en ese intento de entendimiento, se crea el relato. No sé si la escritura me dará  algún día, la respuesta a la incertidumbre de todas mis preguntas. Las palabras no deciden que algo haya  ocurrido o no, pero se presentan como una vía de escape, vía de control de los sucesos inevitables de la  vida, porque como bien dice De Vigan, “toda tentativa de explicación está condenada al fracaso” 

Quizás en todas las familias hay una mitología, un drama inaugural que desemboca todo. Quizás  el caos, la incertidumbre, la búsqueda, sean parte de la mía y ahondar en ella contribuye a crear una  historia de vida, un mapa de palabras que me ubique dentro del mundo que compone mi familia. 

Ser la excepción que confirma la regla también consiste en, ante una misma situación que se  repite, responder diferente: romper un ciclo. Dejar de ser humilde para ser honrado; para contemplar el  pasado y acercarse a él sin ser esclavo; para colocarnos en otro futuro.

Victoria Ferro

Psicóloga en ciernes, amante del arte y persona sensible.

3 Comentarios
  1. Victoria sos inmensa.. claramente la maestra q has tenido d madre y a unos km más tu abuela han hecho q esa luz d sabiduría y amor se multipliquen en vos.
    Con el amor a flor d abrazo te espero al sur de todo el cielo para apapacharte fuerte en un ratito noma’
    Brenda (desde La Reja)

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