De pie frente al espejo, observas en la persona que te has convertido. No lo habías notado antes, a pesar de que a diario te engalanas de cara a ese cristal que te refleja, te ves distinta. Un rostro en el que reconoces a varios miembros de tu familia: tus padres, tus hermanos, hasta un tío lejano y un primo que solo conoces por foto. Todos esos rasgos se mezclan en ti. Eres tú, pero también eres ellos. Quizá, todo esto de verte diferente, haya sido por esa foto que hace unos días apareció, en la que tienes veinte.
En la foto lucías una melena negra y abundante. Los ojos claros brillaban con la luz del flash y la piel tersa aún no necesitaba todos esos cuidados a los que hace tiempo te has ido acostumbrando: crema limpiadora, loción humectante, tonificador, serum antiarrugas, mascarillas una vez por semana y protector solar…Sí, incluso en esta ciudad donde tanto se extraña el sol, usas protector solar.
La costumbre de nuevos hábitos te ha escondido una verdad: han pasado los años y hace mucho dejaste de tener veinte. Sobre tu piel ya se nota el camino del llanto y de la risa. La melena ha dejado de ser negra, poco a poco ha ido marcando huellas grises que, aunque “las más sabías” te han sugerido esconder, tú has resuelto conservar.
De pie frente al espejo piensas que un día todas esas huellas que ahora te marcan desaparecerán. Quedarán solo en fotografías y quizá en el comentario de alguien que con algo de suerte te recordará.
Entonces decides regalarle una sonrisa al espejo y a todos los que ahí convergen, porque te muestran que por fuera has cambiado, aunque tu espíritu tiene las mismas ganas de otro tiempo, de comerse el mundo de un bocado, el deseo de aprender sobre todo lo que te rodea, la pasión por la sorpresa, que nada le parezca indiferente, ni la espina ni la rosa.
Amas a la que se refleja en el espejo y a sus huellas grises que la hacen ver distinta de las que cada quince estrena lustrado sobre su melena.