Parece que el estrés está en todas partes: en el trabajo, en las noticias, en las conversaciones. Vivimos tan obsesionados con evitar el estrés que, paradójicamente, terminamos estresándonos aún más. Lo que antes era una reacción natural se ha convertido en un enemigo invisible que no deja de acechar.
Quizás, la clave está en darnos cuenta de que el estrés no es nuestro enemigo, y de que en nuestro cuerpo, no hay hormonas buenas y malas… “Sólo´´ son sistemas que intentan mantener el equilibrio, que es nuestra naturaleza más profunda.
Esa sabiduría interna que tiene nuestro cuerpo para autorregularse y para que todo funcione bien, se llama HOMEOSTASIS. Cuando el estrés aparece, sobre todo cuando se queda mucho tiempo, este equilibrio se rompe, y muchas cosas empiezan a fallar.
Cuando hablamos de estrés, solemos pensar en algo psicológico, en la presión de la vida diaria. Pero desde la perspectiva biológica, el estrés es, ante todo, una respuesta organizada del organismo para mantener su equilibrio frente a los desafíos. Esa capacidad de ajuste continuo o lo que es lo mismo, la homeostasis, tiene su centro de control en una pequeña pero poderosa estructura del cerebro: el hipotálamo.
Ahora bien, para entender cómo el hipotálamo regula el estrés, primero debemos comprender cómo se comunica el cuerpo consigo mismo. Esta comunicación se da a través de dos sistemas:
- Los neurotransmisores, mensajeros rápidos que transmiten señales eléctricas y químicas entre neuronas con precisión milimétrica.
- Y las hormonas, que representan el verdadero lenguaje del hipotálamo para coordinar funciones a gran escala. A diferencia de los neurotransmisores, las hormonas viajan por la sangre, lo que les permite llegar a órganos y tejidos lejanos, asegurando que la respuesta sea integral y adaptativa.
Aquí entra en escena la hipófisis, situada justo debajo del hipotálamo, como un puente entre el cerebro y el resto del cuerpo. Esta glándula traduce las órdenes hipotalámicas en señales endocrinas, liberando hormonas que pueden ser de dos tipos:
- Tróficas, que actúan directamente sobre órganos y tejidos (como la hormona de crecimiento).
- Trópicas, que actúan sobre otras glándulas endocrinas, “ordenándoles” producir sus propias hormonas (como las gonadotropinas).
Este sistema jerárquico da lugar a los llamados ejes hormonales, auténticas cadenas de mando biológicas. Entre ellos, el más estrechamente vinculado al estrés es el eje hipotálamo-hipófisis-adrenal (HPA).
¿CÓMO FUNCIONA EL EJE DEL ESTRÉS?: –> LA CENTRAL DE EMERGENCIA DEL CUERPO
Imagina que tu cuerpo funciona como una ciudad, y en el centro de esa ciudad hay una central de emergencias siempre lista para actuar. Esa central es el eje HPA (hipotálamo-hipófisis-adrenal), uno de los sistemas más importantes para mantener el orden y la supervivencia en momentos críticos.
Todo comienza en el hipotálamo, una especie de “operador” que monitorea constantemente lo que ocurre. Cuando detecta una amenaza, lanza una señal de alerta: libera la hormona liberadora de corticotropina (CRH). Esta señal se transmite a la hipófisis anterior, el “cuartel general” que responde a la emergencia enviando al mensajero principal: la ACTH (hormona adrenocorticotropa), que se desplaza rápidamente por el “sistema de comunicaciones” del cuerpo: la sangre.
La ACTH (hormona adrenocorticotropa) llega hasta las glándulas suprarrenales, que serían como unas “estaciones de respuesta rápida” situadas sobre los riñones. Estas glándulas, liberan entonces sus recursos más poderosos: cortisol desde la corteza adrenal, y catecolaminas (adrenalina y noradrenalina) desde la médula adrenal. Estas sustancias ponen en marcha todo el protocolo de emergencia: incrementan la energía disponible, elevan la presión sanguínea y preparan cada rincón del cuerpo para actuar.
Aunque este eje de emergencia se activa ante situaciones críticas, también participa en tareas de mantenimiento diarias, como regular la digestión, el sistema inmune o el metabolismo energético. Pero su papel más relevante es coordinar la respuesta al estrés, asegurando que el cuerpo reaccione de forma eficiente y adaptativa ante cualquier amenaza.
Así es que, el estrés, no es más que la activación de este sistema de emergencia. Si el estímulo parece manejable, la respuesta al estrés puede ser incluso beneficiosa, mejorando el rendimiento. Pero cuando la situación a gestionar parece demasiado grande para los recursos disponibles, se genera un estado de malestar emocional.
La forma en que evaluamos estos desafíos depende de nuestra historia de aprendizaje, nuestras experiencias previas, la motivación y el estado emocional del momento. Por eso, no es de extrañar que el hipotálamo esté conectado con centros clave como la amígdala ( muy importante en la gestión de emociones), el hipocampo (en la memoria) y la corteza prefrontal (en la toma de decisiones). Estas conexiones ayudan a decidir si la alarma se activa… o no.
Una vez que la amenaza ha pasado, el cortisol vuelve al hipotálamo y la hipófisis para indicar que es momento de apagar la alarma, gracias a un mecanismo llamado retroalimentación negativa. Pero si el estresor persiste y la alarma sigue sonando, el sistema puede empezar a fallar.
Es fundamental aprender a apagar la alarma del estrés a tiempo. Como mencionábamos antes, no existen hormonas “buenas” o “malas”; todo depende de la dosis y del contexto. El problema aparece cuando los niveles de glucocorticoides, como el cortisol, se mantienen elevados durante demasiado tiempo. En el cerebro, esto puede hiperactivar la amígdala, aumentando la ansiedad, y dificultar la consolidación de la memoria en el hipocampo. En el cuerpo, favorece la inflamación crónica, la resistencia a la insulina, trastornos del sueño, mayor riesgo de obesidad y todas esas cosas tan malas de las que se habla siempre.
La idea es clara: no todo estrés es negativo. Igual que ocurre con los alimentos saludables —comer tomates de huerto es beneficioso, pero si te pones hasta el culo de ellos, terminarán sentándote mal—, el estrés en dosis adecuadas puede resultar útil.
A este se le llama eustrés, y es el que nos motiva, nos impulsa y nos activa cuando enfrentamos un reto o una situación estimulante.
Sin embargo, cuando la intensidad o la duración del estrés supera ciertos límites, aparecen sus diferentes formas nocivas:
- Estrés agudo, una reacción inmediata ante un susto o una discusión.
- Estrés agudo episódico, típico de quienes viven acelerados y encadenan situaciones de tensión una tras otra.
- Estrés crónico, el más dañino, caracterizado por una activación constante y sin salida aparente, que erosiona lentamente cuerpo y mente.
- Estrés traumático, consecuencia de experiencias extremas o dolorosas, capaz de dejar huellas profundas en el sistema nervioso.
Comprender estos tipos de estrés no solo nos ayuda a diferenciarlos, sino que nos da las herramientas para cuidar nuestro equilibrio y proteger nuestra salud a largo plazo.
Quiero compartir contigo algunas estrategias efectivas, que a mi me ayudan mucho en mi día a día y creo que pueden ayudarte a ti también a transformar el estrés en un aliado.
La idea no es dar respuestas universales, sino compartir herramientas que a mí me han funcionado para gestionar el estrés cotidiano y vivir con más calma. No hablo aquí de patologías ni de estrés postraumático, sino de estrategias sencillas para personas que buscan cuidar su equilibrio emocional día a día. Y por supuesto, si el malestar es profundo o sostenido, lo más valiente y necesario es pedir ayuda profesional.
Dicho esto, creo firmemente en el poder de la prevención y en el valor de cultivar el bienestar emocional antes de que se llegue a una crisis profunda. Por eso te propongo herramientas para fortalecer tus recursos internos y mejorar tu calidad de vida a través de prácticas accesibles, cotidianas y sostenibles.
Gestionar el estrés no significa añadirle más exigencias a la vida. No se trata de hacerlo perfecto, ni de convertir el autocuidado en otra tarea pendiente. Se trata de integrar, poco a poco, pequeñas prácticas que te ayuden a sentirte más en calma. Porque con lo más básico —mover el cuerpo, respirar con consciencia, descansar bien o compartir un momento con alguien querido— ya estás haciendo mucho.
Por eso, el primer paso es volver al cuerpo. Cuerpo y mente no van en direcciones opuestas: se influencian mutuamente, en un flujo constante y bidireccional. Aprender a regular el uno, transforma al otro. Yo te propongo empezar por escuchar a tu cuerpo y hablar su idioma. De esta manera, será más fácil dialogar con tu mente desde un lugar de equilibrio y serenidad. El cuerpo es como “nuestra casa”. Es el primer lugar donde se siente el estrés, y también el primer espacio donde podemos empezar a desactivarlo. Cuando cuidamos al cuerpo, todo lo demás —pensamientos, emociones, decisiones— fluye con más claridad y menos resistencia.
El movimiento, por ejemplo, es un regulador natural del estrés. Hacer deporte, bailar, caminar, movernos… no solo cambia la química de nuestro cuerpo, también cambia la manera en la que pensamos. Casi nunca nos apetece hacer deporte. Igual que un cohete que necesita un gran impulso para despegar, vencer esa primera pereza es lo más difícil; pero después, el trayecto se vuelve más fácil. Con cada movimiento, el cuerpo envía el mensaje de que puede soltar tensión y recuperar equilibrio.
Además, el cuerpo también se calma a través de la creatividad. Algo tan sencillo como la fotografía consciente que está muy relacionada con la contemplación, puede ser un refugio: cuando eliges qué enfocar, entrenas la mirada para detener el ruido y redescubrir la belleza que siempre está ahí.
La respiración y la meditación son otro de esos regalos disponibles en cualquier momento. Con ellas, literalmente enseñamos a nuestro sistema nervioso a relajarse. No hay nada místico: es biología pura. Cada respiración consciente es un recordatorio de que sí podemos influir en cómo nos sentimos.
Y no olvidemos la espiritualidad, ese regreso a lo más profundo de nosotros mismos. Rumi decía: “Ve hacia dentro. El corazón es el templo de la verdad”. Cuando nos damos ese espacio interior, descubrimos calma, autenticidad y amor.
Del mismo modo, exponernos poco a poco a retos, dormir bien, comer de manera consciente, abrazar a quienes queremos, besar, reír, caminar descalzos sobre la tierra, rodearnos de naturaleza o compartir con personas que nos sostienen… todo esto no son lujos, son pequeñas llaves que regulan el estrés y devuelven al sistema nervioso su capacidad de equilibrio.
Y hay algo más: aprender a parar. Permitirse, sin culpa, no hacer nada. Porque en esos silencios también nos reordenamos, también nos sanamos.
Al final, gestionar el estrés no significa eliminarlo por completo, sino cultivar un terreno interior donde el cuerpo y la mente se acompañen en lugar de pelearse. Un espacio donde, poco a poco, podamos vivir más en coherencia con nuestras necesidades como humanos, con más calma, más resiliencia y más sentido. Pero sobre todo, con más AMOR.