Ninguna convivencia es fácil, tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. No sabría decir qué es más difícil, si abandonar la propia soledad para empezar a compartir espacio con otra persona o viceversa.
En mi caso, que ha reinado siempre más la soltería que la vida en pareja, diría que lo complicado es renunciar al propio espacio y tiempo, un privilegio al que, a día de hoy, no renunciaría por nada, mucho menos por nadie.
Pero no seré hipócrita, porque yo también he estado muy bien y feliz en pareja hasta el punto de no imaginarme mi vida sin esa persona, donde el día a día en una rutina de dos se vuelve la base de una dulce realidad de la que no quieres salir y cada noche, antes de dormirte, sueñas despierta para que nunca se acabe.
Y no me refiero a una historia de amor idílica en la que sientes que te mueres por la otra persona y la idea de no tenerla te genera ansiedad, desasosiego y malestar.
Me refiero a otra sensación, me refiero a la calma.
Y yo la encontré y la disfruté durante al menos tres años.
Él era muchas cosas, pero sobre todo, era familia y todo lo que eso conlleva: respeto, lealtad, confianza, calor, confort, tranquilidad, estabilidad.
Porque cuatro paredes decoradas al gusto, la nevera siempre llena y Netflix en la QLED nueva lo puede tener cualquiera, pero pasar un día entero en casa viendo pelis, hacer pizza con la cantidad justa de salsa tomate, empatar con un bizcochón después de diez intentos fallidos y correr escaleras arriba para recoger la ropa porque de repente ha empezado a llover, es distinto.
Sobre todo cuando esa cantidad justa de salsa de tomate ha sido motivo de discusión; cuando los diez bizcochones anteriores han sido el desayuno del resto de la semana porque para él sí estaban buenos aunque para mí no tanto; cuando poner lavadores y tenderlas ha sido un punto de inflexión entre los dos.
No se trata de enumerar la cantidad de veces que discutimos por tonterías, sino de comprender que cada discusión daba como resultado una situación inmejorable:
1. Cenar pizza casera era el planazo de un viernes cualquiera aunque la pizzería de al lado hiciera las mejores pizzas de la zona.
2. En cualquier supermercado los bizcochones están muy ricos, pero hacerlos en casa y que el olor impregne el salón es una maravilla.
3. Poner lavadoras y tenderlas es un puto coñazo, pero recogerla juntos compensaba todo lo demás.
Encontrar refugio en quien menos te lo esperas es una suerte y yo puedo sentirme afortunada por haberlo vivido en primera persona, porque durante un tiempo su casa fue también la mía y en ella me sentí a salvo.
Hace no mucho me dijo “nuestra casa”, dos palabras que retumbaron en mi cabeza hasta mover los cimientos sobre los que he afianzado mi nueva vida desde hace algo más de un año, partiendo de la base de que soy mi propio refugio y de que eso debe ser suficiente (siempre).
¿Es suficiente?
Por muchos motivos nuestra relación se terminó, quizás porque llegó un día en que ya nada era suficiente, y ahí viene lo difícil:
1. Entender que algo no funciona pese al trabajo y esfuerzo es complicado.
2. Soltar todo lo que un día construimos juntos es una putada.
3. Abandonar tu hogar sin mirar atrás para no volver jamás… DUELE.
Esa dualidad entre estar bien en soledad y estar bien con otra persona aborda un debate que puede llegar a desbordarse, así que sin intención de iniciar nada, me quedo con todo lo bonito que me hizo sentir:
1. Me quedo con su pizza casera, el bizcochón que ya nunca hago y sus camisetas que ya no tiendo.
2. Me quedo con qué poco éramos felices y sin darnos cuenta (o sí).
3. Me quedo con nuestra historia para leerla mil veces y siempre que quiera.
ÉL fue mi hogar, y eso sí será suficiente (siempre).