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Paremos el tiempo por un instante

Una madre sale del coche y abre la puerta de atrás. Se baja un niño, se le ve feliz aun sin sonreír, puede que sea consciente de que termina el año y ese sea el motivo de su felicidad, o puede que sea porque está a punto de comerse su hamburguesa favorita.

La madre lo mira con sonrisa ladeada mientras deja que se aleje, parece que espera a alguien. En efecto, una adolescente más rezagada se baja del coche, tiene pinta de ser la hermana mayor. A priori no parece estar tan feliz como el pequeño, pero mantiene semblante tranquilo y con la mirada más al suelo que al frente. 

Su madre se acerca a ella y estoy casi segura de lo que le pregunta:

-¿Qué te pasa?

-Nada.

Es evidente que le pasa algo; sin embargo, “nada” suele ser la respuesta perfecta que ayuda a salir del paso. Y ella respondió nada porque son tantas las cosas que suceden por dentro siendo adolescente que al final lo más fácil es resumirlo diciendo NADA.

La madre no entra al restaurante, se dirige a la zona de tiendas, así que le toca a ella ejercer de lo que es: hermana mayor. De repente, la adolescente ya no mira al suelo con cierto aire triste, ahora observa con dulzura a su hermano pequeño. Verlo disfrutar comiéndose unas papas fritas con kétchup le hace sonreír, al mismo tiempo que le limpia las manos con una servilleta para que no haga un desastre en su suéter gris. Por un instante, la nostalgia se ha apoderado de ella al ser consciente del paso tan corto que existe entre la infancia y la adolescencia, recordó que hace no mucho ella también disfrutaba con unas papas fritas siendo su única preocupación que se terminaran demasiado rápido. Ahora las papas le daban igual, porque eran las hormonas las que gobernaban sus emociones, llenando de pensamientos su cabeza. En cuanto menos te lo esperas, dejas de ser una niña para cuidar de los que más te necesitan, sin olvidar cuidar de ti misma.

Me ha pillado mirando su escena, espero que no le moleste, yo solamente creo historias de lo que va sucediendo a mi alrededor. Podría acercarme y explicárselo, pero no llego a tanto. A cambio, le sonrío y ella me devuelve al sonrisa.

Me marcho del restaurante y, saliendo por la puerta, me doy cuenta de que soy yo quien siente nostalgia, puede que por comerme unas papas fritas sin pensar en nada más, puede que a veces extrañe mi adolescencia o puede que sea simplemente porque otro año termina.

Ante este pensamiento reiterado un 31 de diciembre me fue inevitable reflexionar sobre el mismo: que por más que termine un año y comience otro el reloj de la estantería sigue marcando las mismas horas sin distinción, que el tiempo pasa sin detenerse, que parece que no nos da ni 5 minutos de respiro cuando en realidad respiramos cada segundo, que si nos despistamos terminamos confundiendo principio con final, que todo parece que sigue igual y, sin embargo, ya nada es como era entonces. 

Y menos mal que es así, ¿no?

Puede que el tiempo no se detenga, pero pararé las veces que haga falta para observar y escuchar, para aterrizar y sentir si todavía quedan restos de arena de este último verano en mis pies.

Parar para mirar a mi alrededor y descubrir historias nuevas, o no tanto. Parar para poder entender que si sigue doliendo, no pasa nada, forma parte del proceso. Parar para olvidar, pero sobre todo, parar para seguir siendo.

Mymi

Sonríe con la mirada, ríe con el alma y escribe lo que no se atreve a decir.

1 Comentario
  1. Hay una sentencia del gran místico inglés William Blake que dice: El tiempo es la dádiva de la eternidad. Si a nosotros nos mostraran el ser una sola vez, quedaríamos aniquilados, anulados, muertos. En cambio, el tiempo es la dádiva de la eternidad. La eternidad nos permite todas esas experiencias de un modo sucesivo. Tenemos días y noches, tenemos horas, tenemos minutos, tenemos la memoria, tenemos las sensaciones actuales, y luego tenemos el provenir, un porvenir cuya forma ignoramos aún pero que presentimos o tememos.

    Jorge Luis Borges.

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