En medio de la noche sientes el peso de un pequeño bulto trepar por tu cama; eso te rompe el sueño. Él, se mete bajo las cobijas, te abraza, y cubierto en llanto dice «mamá, tengo miedo de los fantasmas». De inmediato empatizas, cuando eras niña la cama de mamá también se convertía en el único lugar seguro ante la supuesta llegada de fantasmas. Con el niño entre los brazos recuerdas lo difícil que fue para ti reconocer al inofensivo árbol a través de la cortina, tú sólo veías un monstruo de extremidades larguísimas y cabeza gigante que se mecía de un lado al otro. También pasaba con el armario; por más que te decían que aquello eran tus ropas colgando de un gancho, tú sólo veías a un grupo de seres, apiñados y encorvados, atentos y silenciosos, que te observaban desde la oscuridad.
El miedo es una emoción arraigada en lo más profundo de nuestra psique y que surge como un instinto de supervivencia. Los primeros miedos son adquiridos en el hogar; es el entorno familiar donde formamos nuestra identidad.
Si pienso en miedo y en entorno familiar tengo cerca, en el recuerdo, la película Los Otros, The Others cuyo escenario principal es la mansión de la familia protagonista que, como todas las casas familiares, son instituciones, vientres formadores de individuos y también raíces de muchos de nuestros miedos.
La casa de Los Otros tiene grandes ventanales, escaleras altísimas y puertas que se cierran y se abren, una detrás de otra, provocando en el espectador la sensación de estar en un laberinto en el que la sombra de los vivos se confunde con la de los muertos. La historia gancho relata el malestar de una familia que tiene que lidiar con un grupo de fantasmas que se resiste a dejar la mansión; ambos, vivos y muertos, reclaman la pertenencia del lugar. Si acercamos la lupa, la historia de fondo trata de la convivencia familiar; la lucha por hacer prevalecer los intereses de unos por sobre los otros, que en muchos casos utiliza el miedo, la amenaza, como armas para librar esa batalla que ocurre bajo el mismo techo.
Tanto en la película como en la vida real, en el juego de la convivencia, ambos «bandos» son vulnerables a miradas, palabras, enojos y hasta silencios que luego serán las sombras, los fantasmas que acompañarán a la relación con nuestros pares consanguíneos. Lo que sea que hayamos compartido, serán entonces fantasmas enquistados en el recuerdo, mientras lo permitamos.
Quizá, entonces, convenga voltear la vista hacia la infancia por un momento. Recordar aquello que nos parezca oscuro, mirar de frente a esas sombras y a esos fantasmas que nos afectan de manera individual y buscar sanar, vivir en armonía, encender las luces y con ello distinguir otras formas de aquello que nos asusta y no nos permite convivir.
En esta selva, por la que todos caminamos y que llamamos vida, no permite anular el pasado, pero sí, observar, y en el camino modificar su curso para recordar sin miedo ni temor; se puede convertir a los fantasmas en aliados y al miedo en agallas. Edvard Munch es el pintor de la famosa obra “El Grito” que muestra la figura de una persona en desesperación, gritando. La obra es la expresión del miedo. En el fondo del cuadro está, presumiblemente, Oslo, la ciudad natal del pintor, y se sospecha que la fuente de inspiración de la obra pudo haber sido la atormentada vida familiar que tuvo el artista.
Son muchos los secretos que hay que aprender para sobrevivir en esta selva, abundancia desordenada, que es la vida. Las últimas noches sin poder dormir me han transformado en ese pequeño en busca del regazo de la madre, pero cuando llega la mañana y me siento frente al ordenador soy Edvard Munch.